El mundo
parece hundirse bajo nuestros pies y todas nuestras posesiones venirse abajo
con nosotros. Todo parece desmoronarse, también lo que somos. ¿Dónde agarrarse
para evitar el desplome? ¿Qué rescatar de esa hecatombe? Cuando uno se siente
arrastrar hacia el sumidero todo se justifica, el “sálvese el que pueda” lo
permite todo, el asesinato siempre será en legítima defensa, el robo
recuperación de lo que es nuestro, seremos la unidad de medida de la justicia,
la convivencia alzará sus murallas, la piedad será solo un sonido de un salmo
identitario. Pero el derrumbamiento continuará, se perderá todo, también la
cabeza, también la conciencia, también la dignidad.
Primero fue
una grieta que nos preocupó un tanto pero a la que no le dimos demasiada
importancia, luego vinieron los rumores que aumentaron nuestra inquietud, pero
el piso lo seguíamos considerando sólido, los ruidos extraños que escuchábamos
no debían generarnos nerviosismo; el lento crecimiento de la grieta no debía
ser motivo de desazón; los quejidos que oíamos llegar desde el exterior no nos
debían producir intranquilidad ni desvelo, nuestra residencia era segura. Pero
el suelo terminó por resquebrajarse y cedió. Lo que nos rodeaba también nos
arrastró, sin ello dejamos de ser lo que éramos, perdimos nuestra identidad.
Recuperar la parte exige recuperar el todo, el ser exige el tener, para ser lo
que seremos exige recuperar lo que fuimos. Incapaces de crear el futuro debemos
recuperar el pasado.
Es ese
sentimiento el que parece irse fraguando y con él la llamada a restablecer el
statu quo. Dejemos las cosas tal como estaban, volvamos al estado natural,
recuperemos lo que habíamos conquistado. Pero, ¿llegaremos a ser conscientes de
que quizás ese estado es irrecuperable, de que no hay marcha atrás?
¿Alcanzaremos a discernir que quizás no es justo que así fuera? En manos de los sabelotodo de las recetas, ¿aceptaremos reconocer que la pregunta no es tanto el cómo sino el hacia donde?
Puede ser que
confundamos el atrezo de la puesta en escena con el hogar en el que éramos
auténticos, lo que creímos ser con la máscara que fuimos. Es el momento de la
oportunidad para recrearnos o la ocasión para envilecernos desesperados por no
dejarnos caer con el deseo explícito u oculto de que sean los otros los que se
precipiten hacia el abismo. El caos en el que los discursos se confundan, en el
que crezca el populismo, con la necesidad de creer en soluciones simplistas que
nos mantengan la ilusión de que todo volverá a ser como antes, deberá ser como
antes, caiga quien caiga que no sea yo. La hora del nacionalismo provincialista
(¿alguno no lo es?), la hora de los chivos expiatorios, la de los golpes sobre la mesa, la de la xenofobia, la
de la homofobia, la del Frente Nacional en Francia, la del Amanecer Dorado griego, ¿En España?
¿Seremos
capaces de tener la frialdad racional suficiente para conseguir un esfuerzo
intelectual creativo capaz de encontrar nuevas soluciones donde todos quepamos,
también los que no cabían, los que fueron engañados, los que fueron despedidos
a la cuneta? ¿Tendremos la sensibilidad necesaria para ello? ¿Habrá alguien
capaz de elaborar este discurso complejo y difícil? ¿Habrá alguien capaz de
escucharlo? Deslindar lo esencial (la educación, la sanidad, la cobertura
social…) de lo accesorio y necesariamente prescindible para poder recrear la
realidad y recrearnos a nosotros. La megalomanía que nos deslumbró, la sociedad
sustentada sobre el artificio que oculta la nada y a la que todos hemos dado
eco, la mitomanía que hemos forjado encumbrando a héroes falsos pero con los
que nos hemos identificado y escandalosamente enriquecido, los abusos de poder
que hemos tolerado ofreciendo nuestra cabeza. Hipnotizados por el aura del
poder y sus oropeles unos los han disfrutado como recompensa "merecida" y otros
hemos permanecido ciegos ante ello. Con mayor claridad o complejidad hemos
confundido los privilegios con los derechos.
Dónde acaban
los derechos adquiridos y dónde empiezan los privilegios. Si un aprendizaje
deberíamos sacar de una crisis tan absolutamente global como esta, en la que
los desequilibrios se desencadenaron mucho antes de que tuviéramos conciencia
de ello y mucho más allá de donde los mercados nos venden, es que los derechos
solo deben considerarse como tales aquellos que estamos dispuestos a compartir
y a renunciar a parte para que sean extensivos. Si no es así no son derechos
conquistados por nuestro ser y saber, sino privilegios, derechos concedidos,
comprados, arrebatados a otros. No son derechos.
Este
hundimiento y el proceso natural que mi vida me marca, me hace tener una mayor
conciencia de la vida conservadora que he llevado, pretendidamente oculta bajo
palabrería supuestamente transformadora. Que hemos llevado en general. Una vida
privilegiada. Lamento mi actitud. No me arrepiento de ella por los frutos que
me ha dado: mi mujer y mis hijos. Lo único verdaderamente fundamental para
partir de cero, para no hundirme con el hundimiento, para conservar la
fortaleza y la esperanza en un renacer, más limpios, más fuertes, más sabios,
más libres, aunque quizás más pobres. No me arrepiento porque pretender
conciliar el sueño de una vida diferente con ella y ellos es imposible,
ficción. Son y solo pueden ser fruto de esa vida pasada. No hay vuelta atrás
pero sí aprendizaje hacia delante.
Caídos los
decorados se nos puede mostrar la vida tal cual. Venidas abajo las fortalezas
tendremos la oportunidad de caminar. Gobernados por el cinismo y la hipocresía
se nos da la ocasión de recuperar la rebeldía (si alguna vez la tuvimos)
Destruidas nuestras corazas podremos tener el placer de ensancharnos hacia los
demás. Desenmascaradas las inercias y las rutinas es la hora de desarrollar la
inteligencia creativa y solidaria. El hundimiento puede ser esto, vislumbrar el
horizonte despejado y comenzar a andar de nuevo, sin tener por qué haber
perdido la alegría, la fe, la esperanza, la con-pasión, juntos la constancia y
el deseo de crecer como personas en todas sus cualidades. ¿Qué más habremos de
necesitar? No mirar atrás para no convertirnos, como Edith, la mujer de Lot, en
estatua de sal.
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