Es duro escuchar a José Luis Rodríguez Zapatero decir que “los intereses de España son lo que el Gobierno tiene que poner por delante”. Al menos es de agradecer la claridad (y crudeza) con la que expone una realidad de siempre, nuestros intereses siempre son lo primero, aunque ello suponga renunciar a lo que siempre has defendido, mirar hacia otro lado, dejar en la estacada a personas que sufren y que esperan algo de ti. Mejor no moverse si ese movimiento puede suponer perjuicios para ti, ¿y qué es España sino tú?, ese que tampoco estaría dispuesto a soportar daño alguno, siquiera molestia, por un problema que puede llegar a considerar que es únicamente de otro; ese que hoy sale a la calle reclamando los derechos de esos otros y mañana lo haría por sufrir las consecuencias de su defensa, sin llegar a establecer lazos de causalidad entre una y otra cosa, siempre a salvo la dignidad intelectual y moral de uno; ese que hoy aprovecha para realizar declaraciones furibundas por la desidia y mañana por la iniciativa, sin contradicción alguna porque la clave no es el análisis de lo que digo sino el objeto de mis críticas. Y los intereses de España son también los intereses de mi partido, la necesidad de seguir amarrado al poder (¿de qué sirve estar en el poder si constantemente he de renunciar a lo que quiero hacer con él?), el silencioso y sinuoso proceso de acomodación en el pensamiento que desde el poder se defiende, la obligación de tener contenta a la mayoría, en una deriva hacia una ¿ideología? simplista y gratificante que pueda proporcionar réditos políticos.
Son los réditos políticos los que provocan las descaradas tomas de postura de los Rajoy, Cospedal, Pons y compañía. Empezamos en la perplejidad cuando oímos a la Dolores que el Gobierno español tiene que estar al lado del pueblo saharaui, o vemos con asombro la desfachatez con que Esteban se suma a la cabecera de la manifestación de este sábado pasado o las descalificaciones superlativas a las que Mariano nos tiene acostumbrados. Perplejidad que ya empieza a generarnos ganas de vomitar, de vomitar la hipocresía que quieren vendernos como verdad, la sobreactuación que quieren que aparente naturalidad, la perversidad que quieren hacer pasar como compromiso. ¿A qué jugamos?
Jugamos a que los otros no nos interesan, los débiles, los que no tienen nada que ofrecernos, sólo nos incomodan; nos pueden servir, acaso, de pin que colocarnos en la solapa o momentáneamente en nuestras vidas, pero que preferimos permanezcan allí, con sus problemas, con sus dolores y sufrimientos, donde estos, a lo más, son portada de diarios o noticias lastimosas de telediarios. Los pobres siempre han sido un estorbo para todos, porque los beneficios materiales siempre vienen de los ricos y poderosos y es con ellos con quienes interesa estar a bien, porque el dolor cercano termina por desagradarnos, por contrariarnos, porque suponen una amenaza para nuestro nivel de vida y para nuestra calma, para nuestros periodos de bonanza. Por eso, siempre mejor allí, en su desierto, con sus calamidades que periódicamente podamos atender, con sus reivindicaciones que ocasionalmente nos permitan ser “solidarios”; sin ser conscientes de nuestro propio desierto en el que terminaremos, antes o después, derretidos por nuestra falta de valores o devorados por nuestro exceso de grasa.
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