Hace unos días, mientras contemplaba como espectador una obra de teatro para niños el comentario de uno de ellos me retrotrayó a mi infancia, sacó a relucir uno de los personajes que más miedo me producían, "el hombre de debajo de la cama". Yo nunca llegué a nombrarlo como tal, como el hombre del saco o el de los caramelos, pero estaba mucho más presente en mí que cualquiera de los anteriores. Se trataba de miedos, pero también de fantasía. Al mismo tiempo recordé un pequeño relato (un entretenimiento sin más) que escribí hace poco.
También hace unos días, hablando con un amigo, comentaba, más o menos, que la vida es un proceso personal hacia el desencanto, la pérdida paulatina de ese mundo mágico que nos rodea, la realidad no es encantadora, a veces puede llegar a ser cruelmente desilusionante, una travesía dolorosa hacia el profundo desengaño. Vivir en el desencanto es saber que el encantamiento no podemos esperar que nos venga de fuera, forma parte del crecimiento personal, de la lucidez, de la autonomía, de la libertad. ¿Significa eso que debemos renunciar al encanto? Nada de eso, significa que ahora nos toca a nosotros poner el encanto, ayudar a soñar, poner la fantasía (con los pies bien firmes en la tierra), echar a volar. Somos los protagonistas, los narradores de cuentos, los que tenemos que dar sentido al relato de nuestra vida.
Esta mañana he estado contando cuentos a niños y niñas de uno a tres años. ¡Qué gozada! Sus caras, su mirada, su complicidad, sabían que el relato solo era un juego del que disfrutaban cada uno a su manera, en silencio paralizados por el mero ir y venir de las palabras, gesticulando conmigo, riendo, disfrutando del pequeño miedo. Los años pasan sobre nosotros, a menudo parecen aplastarnos, robarnos cualquier resquicio de esa infancia que tuvimos, privarnos de la capacidad de soñar y de hacer soñar. El hombre es un animal simbólico, el principal instrumento para ello es la palabra, la que es capaz de envolvernos y trasladarnos al niño que fuimos embobado ante alguien que nos cuenta: "Había una vez..."
DEBAJO DE LA CAMA
Desde pequeño siempre fui un miedoso, especialmente me producían pavor las puertas abiertas de los armarios y los bajos de las camas. No era capaz de mirar en ellos. Por la noche, cuando llegaba la hora de acostarme intentaba reducir al mínimo de tiempo posible el trayecto hasta ella para evitar que una posible mano saliera de allí y pudiera atrapar mi tobillo. Necesitaba dormir completamente arropado, los brazos bajo las sábanas y las mantas, pensaba que si por azar o por descuido dejaba caer alguno de ellos era quedar expuesto, indefenso, al enemigo, esa mano saldría de allá abajo, cogería la mía y ahí empezaría todo. Nunca llegué a imaginar lo que vendría después simplemente sabía que aquello era el principio del fin. Es por ello por lo que los costados de mi cama siempre estaban completamente remetidos bajo el colchón, si algún resquicio quedaba yo me esmeraba en que no fuera así. No soportaba la idea de poder sacar un pie estando él ahí. Él siempre estaba ahí, escondido debajo de mi cama o encerrado en mi armario tras aquella puerta abierta. Tampoco aguantaba las puertas abiertas, por lo que antes de acostarme me apresuraba a cerrarlas con llave y, si por descuido, me tumbaba sin proceder a este cuidado, rápidamente me levantaba y en una carrera fugaz iba, las cerraba y volvía de un salto a encerrarme a buen recaudo dentro de mi cama. Una puerta abierta del armario era un puente desplegado hacia el misterio en el que siempre estaba él. No era un ser vivo, al menos viviente en ese momento; tampoco era monstruo alguno. Él era él, un muerto, al que no conocía, salvo en los días en los que la muerte de algún familiar o de algún conocido podía ponerle rostro por un tiempo al misterio. Pero el misterio siempre era amenazador, ante él se acababan los sueños de omnipotencia en los que uno se recrea en la infancia y era consciente de la debilidad, de la fragilidad absoluta ante Él. Puro miedo, temor de que ese mundo de seguridad y rutinas se acabara, que el mundo en el que era posible soñar se transformara en uno de perpetuas pesadillas. Él también me acompañaba en los pasillos oscuros, en las habitaciones vacías y silenciosas en las que cualquier mínimo ruido suponía una amenaza segura; en la planta superior de mi casa cuando mi madre me mandaba a ella a por alguna cosa. Yo pasaba por pasillos y habitaciones diciendo con voz suave, “ya me voy, ya me voy, ya me voy”, para aplacarle a él, para que, por aquel día me dejara salir de aquel aprieto. Y, por supuesto, me acompañaba en las casas vacías, cuando empezaba a quedarme en ellas y necesitaba ir encendiendo todas las luces de la casa para evitar cualquier zona de sombra.
Él, de alguna manera, no dejó de acompañarme nunca. He continuado con esa manía de remeter bien la ropa de mi cama que a mi mujer siempre le ha producido risa y de cerrar las puertas de los armarios; y en la soledad de una casa desconocida, si bien ya no he ido hablando, quizás porque me sentía ridículo, no he dejado de sentirme con el corazón encogido mientras me paseaba por las distintas estancias y escuchaba los crujidos de los suelo y de los muebles. Me ha costado toda una vida entender lo absurdo de esos presentimientos. La razón argumenta de modo irrefutable pero las entrañas del ser se resisten a aceptar esa argumentación. En el cara a cara entre unos y otros los considerandos y las pruebas llevan de manera incuestionable a una conclusión racional; pero luego, en la intimidad, cuando no somos sino nosotros y no nuestra máscara, la irracionalidad vuelve a apoderarse de nuestro ser. Me ha costado toda una vida aceptar el sin sentido de esta irracionalidad, que los muertos muertos están y no se encuentran para andar dando sustos a nadie.
Hace sólo unas horas que he fallecido y estoy como un pasmarote debajo de tu cama esperando no se qué momento. No está él pero estoy yo. Esperemos que no me cueste toda una eternidad aceptar esta nueva situación.
Desde pequeño siempre fui un miedoso, especialmente me producían pavor las puertas abiertas de los armarios y los bajos de las camas. No era capaz de mirar en ellos. Por la noche, cuando llegaba la hora de acostarme intentaba reducir al mínimo de tiempo posible el trayecto hasta ella para evitar que una posible mano saliera de allí y pudiera atrapar mi tobillo. Necesitaba dormir completamente arropado, los brazos bajo las sábanas y las mantas, pensaba que si por azar o por descuido dejaba caer alguno de ellos era quedar expuesto, indefenso, al enemigo, esa mano saldría de allá abajo, cogería la mía y ahí empezaría todo. Nunca llegué a imaginar lo que vendría después simplemente sabía que aquello era el principio del fin. Es por ello por lo que los costados de mi cama siempre estaban completamente remetidos bajo el colchón, si algún resquicio quedaba yo me esmeraba en que no fuera así. No soportaba la idea de poder sacar un pie estando él ahí. Él siempre estaba ahí, escondido debajo de mi cama o encerrado en mi armario tras aquella puerta abierta. Tampoco aguantaba las puertas abiertas, por lo que antes de acostarme me apresuraba a cerrarlas con llave y, si por descuido, me tumbaba sin proceder a este cuidado, rápidamente me levantaba y en una carrera fugaz iba, las cerraba y volvía de un salto a encerrarme a buen recaudo dentro de mi cama. Una puerta abierta del armario era un puente desplegado hacia el misterio en el que siempre estaba él. No era un ser vivo, al menos viviente en ese momento; tampoco era monstruo alguno. Él era él, un muerto, al que no conocía, salvo en los días en los que la muerte de algún familiar o de algún conocido podía ponerle rostro por un tiempo al misterio. Pero el misterio siempre era amenazador, ante él se acababan los sueños de omnipotencia en los que uno se recrea en la infancia y era consciente de la debilidad, de la fragilidad absoluta ante Él. Puro miedo, temor de que ese mundo de seguridad y rutinas se acabara, que el mundo en el que era posible soñar se transformara en uno de perpetuas pesadillas. Él también me acompañaba en los pasillos oscuros, en las habitaciones vacías y silenciosas en las que cualquier mínimo ruido suponía una amenaza segura; en la planta superior de mi casa cuando mi madre me mandaba a ella a por alguna cosa. Yo pasaba por pasillos y habitaciones diciendo con voz suave, “ya me voy, ya me voy, ya me voy”, para aplacarle a él, para que, por aquel día me dejara salir de aquel aprieto. Y, por supuesto, me acompañaba en las casas vacías, cuando empezaba a quedarme en ellas y necesitaba ir encendiendo todas las luces de la casa para evitar cualquier zona de sombra.
Él, de alguna manera, no dejó de acompañarme nunca. He continuado con esa manía de remeter bien la ropa de mi cama que a mi mujer siempre le ha producido risa y de cerrar las puertas de los armarios; y en la soledad de una casa desconocida, si bien ya no he ido hablando, quizás porque me sentía ridículo, no he dejado de sentirme con el corazón encogido mientras me paseaba por las distintas estancias y escuchaba los crujidos de los suelo y de los muebles. Me ha costado toda una vida entender lo absurdo de esos presentimientos. La razón argumenta de modo irrefutable pero las entrañas del ser se resisten a aceptar esa argumentación. En el cara a cara entre unos y otros los considerandos y las pruebas llevan de manera incuestionable a una conclusión racional; pero luego, en la intimidad, cuando no somos sino nosotros y no nuestra máscara, la irracionalidad vuelve a apoderarse de nuestro ser. Me ha costado toda una vida aceptar el sin sentido de esta irracionalidad, que los muertos muertos están y no se encuentran para andar dando sustos a nadie.
Hace sólo unas horas que he fallecido y estoy como un pasmarote debajo de tu cama esperando no se qué momento. No está él pero estoy yo. Esperemos que no me cueste toda una eternidad aceptar esta nueva situación.
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