He estado en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, danza atonal de sillas y camillas sobre ruedas, asomado al precipicio donde, supuestamente, acaba la vida, contemplé que la historia continúa, tras el punto de inflexión, la biografía se rehace, o, quizá, comienza, gracias a las magulladuras, deja de ser una «biografía de páginas en blanco», se hace humana.
¿Hay algo más humano que el dolor y, sin embargo, hay algo de lo que huyamos más? El dolor, el espectro horrible que nos amenaza permanentemente y ante el que cerramos los ojos, desviamos la mirada, callamos, jugamos a olvidarlo, huimos. Construir la quimera de una sociedad no sufriente. Esa alucinación colectiva en la que moverse como autómatas obligados a la felicidad, a la euforia perpetua (Pascal Bruckner. Editorial Tusquets). La sociedad de la eterna juventud, huyendo de la madurez perseguidos por el paso de los años, una adultez infantilizada, pueril, simple, actuando en el teatro del artificio, de la superficialidad, del fingimiento. El sufrimiento con el que no deben entrar en contacto nuestros hijos, hay que mantenerlos en una burbuja ideal en la que la vida no golpea, sólo acaricia; no llora, sólo sonríe. Tapar los ojos, que la retina adorne la sensación luminosa que percibe y la transforme en un impulso nervioso carente de sentido, que no aporte significado, que no exista.
Pero el dolor, ese desconocido, llega, siempre llega, bien de una forma sutil que se va instalando en nuestras vidas o rasgando de golpe la pantalla en la que creíamos contemplar la película de nuestra vida, brutalmente, sin dejar margen para la respuesta, sólo para la conmoción, el aturdimiento, el silencio, el llanto. ¿Y cómo responder a él si no hemos aprendido a reconocerlo? ¿Y cómo convivir con él si lo hemos ido convirtiendo en una ficción, peter panes escapando del tiempo? Cómo entender que forma parte de nosotros y que sólo con él seremos capaces de rellenar las páginas de nuestra biografía, que nos ofrece la oportunidad de crecer, de ser mejores. Releer nuestra vida, cambiar nuestra mirada, resquebrajar la coraza y hacernos más sensibles, encontrar la fortaleza en sabernos vulnerables. Compañero de existencia del que no podremos desprendernos, pero que no por ello impedirá nuestra felicidad, la tranquila felicidad que no es impuesta sino conquistada, aceptando, paradójicamente, el regalo que el dolor nos hace. Esa felicidad que es acceder a un estado de calma, que no es incompatible con la tristeza, que se dota de un estado de alegría y buen humor que no sobreactúa. El dolor que nos permite descubrir el valor de la ternura, de la sonrisa, de los afectos, de la palabra, del gesto.
No se trata esto de un canto al dolor, quisiera que fuera, únicamente, un canto a la vida (dolor y muerte en ella, familiares incordiantes e imprescindibles que nos hacen ser nosotros) Hace diez años fui diagnosticado de esclerosis múltiple, en todo este tiempo he ido perdiendo autonomía, mucha autonomía. Hoy soy una persona dependiente. He tenido que renunciar a tantas cosas, tantas cosas que hoy contemplo desde la distancia y también desde la indeferencia. Pero esas pérdidas no me han dejado vacío, se fue lo accesorio, ha venido lo imprescindible. Estaba ya aquí pero quizás no lo veía. Se rasgó mi pantalla, me asustó lo que vi detrás, me acobardé, quise huir, pero la tolvanera fue pasando, los miedos se fueron asentando, miré los fantasmas y sólo eran dolor, simplemente dolor, ese viejo compañero del hombre. El vacío se rellenó y hoy me siento más satisfecho con lo que soy, con lo que tengo, también felicidad, también su dolor.
¿Hay algo más humano que el dolor y, sin embargo, hay algo de lo que huyamos más? El dolor, el espectro horrible que nos amenaza permanentemente y ante el que cerramos los ojos, desviamos la mirada, callamos, jugamos a olvidarlo, huimos. Construir la quimera de una sociedad no sufriente. Esa alucinación colectiva en la que moverse como autómatas obligados a la felicidad, a la euforia perpetua (Pascal Bruckner. Editorial Tusquets). La sociedad de la eterna juventud, huyendo de la madurez perseguidos por el paso de los años, una adultez infantilizada, pueril, simple, actuando en el teatro del artificio, de la superficialidad, del fingimiento. El sufrimiento con el que no deben entrar en contacto nuestros hijos, hay que mantenerlos en una burbuja ideal en la que la vida no golpea, sólo acaricia; no llora, sólo sonríe. Tapar los ojos, que la retina adorne la sensación luminosa que percibe y la transforme en un impulso nervioso carente de sentido, que no aporte significado, que no exista.
Pero el dolor, ese desconocido, llega, siempre llega, bien de una forma sutil que se va instalando en nuestras vidas o rasgando de golpe la pantalla en la que creíamos contemplar la película de nuestra vida, brutalmente, sin dejar margen para la respuesta, sólo para la conmoción, el aturdimiento, el silencio, el llanto. ¿Y cómo responder a él si no hemos aprendido a reconocerlo? ¿Y cómo convivir con él si lo hemos ido convirtiendo en una ficción, peter panes escapando del tiempo? Cómo entender que forma parte de nosotros y que sólo con él seremos capaces de rellenar las páginas de nuestra biografía, que nos ofrece la oportunidad de crecer, de ser mejores. Releer nuestra vida, cambiar nuestra mirada, resquebrajar la coraza y hacernos más sensibles, encontrar la fortaleza en sabernos vulnerables. Compañero de existencia del que no podremos desprendernos, pero que no por ello impedirá nuestra felicidad, la tranquila felicidad que no es impuesta sino conquistada, aceptando, paradójicamente, el regalo que el dolor nos hace. Esa felicidad que es acceder a un estado de calma, que no es incompatible con la tristeza, que se dota de un estado de alegría y buen humor que no sobreactúa. El dolor que nos permite descubrir el valor de la ternura, de la sonrisa, de los afectos, de la palabra, del gesto.
No se trata esto de un canto al dolor, quisiera que fuera, únicamente, un canto a la vida (dolor y muerte en ella, familiares incordiantes e imprescindibles que nos hacen ser nosotros) Hace diez años fui diagnosticado de esclerosis múltiple, en todo este tiempo he ido perdiendo autonomía, mucha autonomía. Hoy soy una persona dependiente. He tenido que renunciar a tantas cosas, tantas cosas que hoy contemplo desde la distancia y también desde la indeferencia. Pero esas pérdidas no me han dejado vacío, se fue lo accesorio, ha venido lo imprescindible. Estaba ya aquí pero quizás no lo veía. Se rasgó mi pantalla, me asustó lo que vi detrás, me acobardé, quise huir, pero la tolvanera fue pasando, los miedos se fueron asentando, miré los fantasmas y sólo eran dolor, simplemente dolor, ese viejo compañero del hombre. El vacío se rellenó y hoy me siento más satisfecho con lo que soy, con lo que tengo, también felicidad, también su dolor.
No he podido evitar llorar, Jesús. Francamente emocionante y "doloroso". Y escrito con una brillantez y sensibilidad espeluznantes. No puedo estar más de acuerdo con lo que planteas. Hemingway, uno de mis maestros -y a pesar de sus contradicciones- decía que la vida, entre otras cosas, era "unavoidable pain" (inevitable dolor) y que ante él hay que actuar con dignidad. El problema es que eso yo lo llevo al extremo. He llorado con tus palabras, pero a solas. No puedo llorar en público, y cuando lo hago, porque se me escapa, siento vergüenza. Una muestra más de nuestra "castrante" herencia cultural. Desde el dolor solidario y enriquecedor, un beso enorme. Tu hermana estará orgullosa, estoy seguro.
ResponderEliminarMe has dejado sin palabras.. no sabria expresarlo mejor.
ResponderEliminarHas plasmado el sentir de muchos de nosotros y de otros que vendran.
Gracias de corazón
Realmente muy bien dicho, representas a un grupo inmenso de adultos esquivando el dolor,cada uno en su mundo propio, sin ver el dolor ajeno menos siendo solidario, gracias por ejemplificar en tu vida ,muchas "vidas", bendiciones
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEstar en el Hospital de Paraplejicos (mi ordenador me tiene vetadas las tildes) es asomarse a un precipicio como bien dices. Es como bien dices el punto donde crees que tras el duro golpe que te pega la vida, no habra nada, y resulta que si. De otra forma, pero si. El digamos buen humor de las personas que estan alli renace del dolor, del inmenso dolor que te produce el ver limitadas tus capacidades de autonomia. La gente que esta fuera va, sufre, y vuelve. Ellos se quedan. Ese dolor les acompaña y han de hacerle frente, ya que es la misma arma que les da la fuerza. A diario me acuerdo de mi madre, de los lugares por donde puede y no puede pasar, de lo que podre hacer con ella de una forma y de lo que podre hacer de otra. Ya el porque le paso eso da igual, ya solo quiero que salga. A cada cosa que hago, caminar, conducir, cocinar, planchar, comer, escribir, calzarme... me acuerdo de ella. De lo que pensaria yo en su misma situacion. Y de lo poco que importa la forma en que lo hagas, mientras pueda vivirlo. Pierdes la independencia, pero no el sentido de la vida. De lo que puede dar de si tu cuerpo cuando sabes exprimirlo. Gracias por el texto Jesus. Tu sobrina, Teresa.
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