Hace unos domingos tuve una
experiencia maravillosa, creo que para todo el mundo, pero mucho más para
personas como yo incapaces de andar: volar, sentirse flotando en el aire tocando
el cielo. Lo hice en un parapente biplaza. Bien amarrado a un sillón delantero
al que fui pasado en volandas por un grupo de amigos. El aparato arrancó como
un avión para metros después despegar, romper a volar. Hoy cuenta el placer de
volar una persona como yo, miedosa por naturaleza, con fobia a las alturas en
las que siempre, salvo cuando he viajado en avión, he sentido vértigo y que en
ocasiones me han generado ataques de pánico. Puede que sea la edad la que me ha
enseñado la tranquilidad, a controlar esos ataques o sencillamente desde el
principio confié en la propuesta que se me hacía y que, por lo tanto, fue
posible que en ningún momento sintiera miedo. Sorprendente para un miedoso como
yo.
Unos meses antes un antiguo
alumno contactó conmigo. Cuando me refiero a un antiguo alumno lo digo con una
absoluta certeza, se trataba de un alumno que tuve treinta años atrás y al que
no había vuelto a ver desde entonces. Fue un solo curso escolar, él entonces
tenía catorce años y hoy acaba de cumplir los cuarenta y cuatro. La propuesta
me dejó descolocado, se trataba de un gesto tan bonito y de una proposición tan
seductora que me era imposible decir que no. Ni siquiera se me pasó esa
posibilidad por la cabeza. Ya entonces, desde el primer minuto, me sentí
volando.
En noviembre de 1999 tuve el
primer brote de la esclerosis múltiple, la enfermedad que me ha llevado a la
gran invalidez que hoy me mantiene posgrado. Fue un duro golpe que ha cambiado,
de hecho, mi vida. Si se me hubiera preguntado en ese momento por mi futuro, a
pesar de mi buen ánimo, yo hubiera contestado con negatividad. La vida se había
acabado para mí, en el tiempo que me quedaba por delante lo que tendría que
hacer era únicamente aceptar mi invalidez y dejar pasar los días. Lo que no
había recibido ya no me llegaría, lo que no había hecho ya no podría hacerlo.
Me había tocado la cara dura de la vida en la que había que pensar ya en una
sola cosa: la muerte.
Pero esto no deja de ser una
simplificación, la vida no es así, con una sola cara para mostrar. En mi caso
quizás nos encontramos ante una pelea conyugal, el dios de la vida decidió
hundirme en la miseria mientras que la diosa de la vida no compartió ese
veredicto, quizás yo no merecía esa decisión y la mujer se apiado de mi
existencia y decidió regalarme lo más preciado que pueda haber: amor. Mi vida,
desde entonces, se ha ido regando de gestos de cariño. En esos gestos hay una
persona fundamental: mi mujer. Ella se ha ocupado de llenar mi vida de lugares,
momentos y puentes, puentes para facilitar el desembarco en ella de amigos
nuevos y antiguos, en este caso destaca para mí el nombre de uno que ha salvado
el puente para desde hace años entrar en mi vida actual como un relámpago e
instalarse en ella en un lugar que parecía tener reservado desde antaño. No era
plenamente consciente antes de esta marabunta del valor de la amistad y en
especial de la amistad que desde mi juventud me ha rodeado, amistad que se ha
hecho presente en forma de gestos, dádivas y palabras. Pero no todo tiene la
autoría de mi mujer, también la diosa de la vida se ha ocupado de que,
sorprendentemente, se me hayan hecho presentes antiguos alumnos que tuve
brevemente hace más de veinticinco años y que hoy, para bien, me recuerdan y
han deseado dejar constancia de ello. Alumnos que entonces tenían ocho o trece
años y hoy, en la madurez de sus vidas, han buscado un hueco para recordar a
este viejo chocho que hoy solo sabe responder con el llanto. He de decir que
hoy no solo he recibido, también he hecho cosas que quizás en el pasado, de haber
permanecido tal cual, no hubiera llegado a hacer, he escrito, me han publicado
libros y me ha dejado libre el tiempo simplemente para sentir la emoción del
querer y ser capaz de expresarla.
Pero la pelea conyugal no ha
cesado, en este momento continúa; el dolor y la alegría, el drama y la comedia,
permanecen en puja, pero a pesar de todo soy feliz. No comprendo las
bendiciones que recibo, en la vida he intentado no hacer el mal y no hacerlo
mal, pero siempre me he sentido lejos del aplauso, no he comprendido las
sorpresas recibidas como tampoco los halagos que me hayan dicho, ante eso casi
lo único que sé hacer es llorar. Sentirse querido es sanador, lejos de mí el
pensar que voy a recuperarme físicamente de la enfermedad que padezco, pero sí
estoy convencido de que la forma en como voy a sobrellevarla será muy distinta
para mí y para todos los que me rodean. La diosa de la vida hoy por hoy se
impone.
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