Nuestra educación emocional casi
siempre tiene nombre de mujer, las caricias, los besos, los consuelos, los
cuentos, las canciones, los poemas, todo contacto corporal que nos haga sentir
el afecto, todo juego de palabras que nos haga descubrir la magia de las
mismas, cualquier actividad que nos haga florecer las sonrisas, todo aquello
que en nuestra infancia nos hizo sentirnos protegidos e importantes. Puede que
mi generalización sea excesiva, que no todos los afectos tengan nombre de mujer,
incluso que mi propio caso no sea del todo cierto pues los recuerdos tienen siempre
entremezclados hechos que ocurrieron con otros que soñamos, aquello que vimos
con aquello que nos contaron, lo que realmente era con lo que nos gustaría que
hubiera sido y las circunstancias sociales y los papeles que en ellas se
desempeñan están en gran medida
determinados por la realidad que les rodea. El papel del hombre y de la
mujer, del padre y de la madre, afortunadamente, tienen muy poco que ver hace
cincuenta años con la actualidad, del mismo modo que en cualquier momento
histórico ni son iguales todas las mujeres ni todos los hombres. Es por eso por
lo que poner nombre propio a tu educación emocional no solo resulta arriesgado
sino que es posible afirmar con seguridad que es mentira en la medida en que se
trata de una verdad incompleta, las emociones se educan por muchas de las personas con las que convives y las
circunstancias y situaciones en las que lo haces del mismo modo que tú mismo te
educas por la manera en que te relacionas con ellas y por las experiencias que
vas teniendo en esas circunstancias. Siendo consciente de ese riesgo es posible
asegurar que no todas esas personas pueden ponerse al mismo nivel, del mismo
modo que también hay una certeza casi absoluta de que entre las personas que se
encuentran en primera línea, si no, incluso, a la cabeza, se encuentra tu madre.
El nombre propio en este caso, el
mío. es Aurora. Me es difícil nombrarla en público sin que los ojos se me
humedezcan, soy consciente de que ella hubiera deseado todos aquellos gestos de
cariño que no le di, la torpeza de un muchacho que entonces no era capaz de
expresar el amor que sentía. Ella no requería más que unas pocas palabras que
salieran del corazón, una mano que se posara en la suya y un beso gratuito dado
de manera imprevista, porque sí, simplemente porque contemplarla removía en ti
todos los afectos; aquello que ella realizaba de forma natural. No era
perfecta, nadie lo es, sin embargo, bastaba con detenerse a pensar un poco
entre el trajín de la vida para darse cuenta de que la mayor parte de sus
gestos lo eran de amor. Su presencia en la cocina, más allá de que a ella le
gustara esa labor, era un acto de amor en el que soñaba con el destino final de
lo que hacía, nuestro disfrute. Los sábados que mantuvo hasta el final, en los que
cada día su agotamiento era mayor, momentos en los que disfrutaba viéndonos a
todos juntos, pero con los que seguramente se le iban restando días de vida.
Puede ser el papel de las madres de entonces, no saber decir que no, aunque con
ello se les fuera yendo la vida. No supo decir basta a esas comidas, quizás no
se trataba de un simple gesto de sacrificio, sino que ella las necesitaba, le
aportaban felicidad, aunque le restaran vida. No supo decir que no como madre y
tampoco como abuela, tampoco con sus pequeños ni supo ni quiso negarse, con
aquellos que al final del día, cuando ya se habían ido, siempre exclamaba lo
mismo: “! ¡Qué alegría cuando llegan y que descanso cuando se van!”. Me
transmitió también el afecto por la cocina. No cogí nunca una sartén en mi casa,
las madres de antes ocupaban la cocina como un reino propio al que difícilmente
permitían acceder a un hombre para batir si quiera un huevo, actitud de la que
nos aprovechábamos los hombres de la casa para no dar un palo al agua. Pero era
consciente de que ese reparto desigual debería morir con ella. Así fue, su
disfrute también nos lo contagió al igual que seguro disfrutó también al ver a
sus hombres al mando de las cocinas de sus casas. Esa fue una característica
suya, poner cariño en todo lo que hacía, por ejemplo, en la lectura. Recuerdo
un comentario de Víctor Moreno referido al fomento de la lectura, que no se
puede contagiar el virus que no se parece. Muchos docentes no lograron
transmitir ese virus por mucha animación lectora que hubiera, no lo padecían,
cosa que, sí logro una mujer, regordeta, sin estudios (cosa frecuente entonces
pues la mujer estaba destinada al matrimonio y para eso bastaban sus labores),
con libros siempre en su mesita de noche. El afán cultural que podamos tener
sus hijos tiene su autoría. No creo en cielo ni en infierno, pero ella sí
creía, por ello estoy seguro que tiene que haber un cielo con su nombre desde
donde espero esté leyendo esto y me perdone mi falta de gestos de cariño y
sabrá ya que la quise y la quiero mucho más de lo que fui y soy capaz de
expresar.
Maravilloso,como todo lo que esctubes,lleno de sensibilidad y profundo.Un abrazo
ResponderEliminarImpresionada por lo que he podido leer. Te he visto en la tv, he oído tus reflexiones... cuántos valores tienes! Puedes transmitirlos... merece la pena que no se pierdan, y quedan pocos que puedan comunicarlos en primera persona. Como buen maestro, sabes que aprenden mejor los alumnos cuando les das experiencia que cuando transmites memorietas. Desde una silla de ruedas puedes seguir siendo buen maestro. Y van quedando pocos. Un abrazo compañero.
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