Jean Paul Sartre
dejó una frase para la historia al escribir “el infierno son los otros”. Bien
merecido el paso a la historia, aunque sólo relativamente, relatividad por dos
motivos: El primero de ellos porque sólo una parte de los otros podría
considerarse un infierno, el segundo, y quizás fundamental, porque el verdadero
infierno no se encuentra en ellos sino en uno mismo. Es la incapacidad para
descubrir la parte positiva del otro lo que nos hace ver sólo su parte negativa
y esa incapacidad, sobre todo, se debe a los demonios que llevamos dentro,
demonios que nos llenan de colera con facilidad, demonios que nos hacen pensar
con toda tranquilidad, incluso felicidad, acciones destructivas y agresivas
para los otros; pensamientos que no nos generan pesar, sino que incluso nos
relajan. El infierno, sí, a veces es uno mismo.
Del mismo modo que no todos somos un infierno, no todos somos el cielo. No todos,
pero sí creo que una mayoría. No confío en la bondad plena pero sí en que la
bondad anida, de alguna manera, en el ser humano, en que esa bondad se
despierta en mayor o menor grado según las personas y que depende de cada uno
de nosotros el que seamos capaces de descubrir la bondad en los otros. El
cielo, afortunadamente, lo he ido encontrando en personas que han decidido
trabajar en lo que podríamos llamar el submundo del mundo del desarrollo,
submundo por llamarlo de una manera pues es ahí donde ellos han ido en busca de
ese cielo, allí donde hay que reconocer su ejemplo y el valor de su testimonio.
Quizás hay que reconocer que allí podemos encontrar parte
del cielo. Cielo que también he encontrado en gestos de desprendimiento de
gente que, precisamente, tenía bien poco. El cielo lo he vivido en aquellos
cuidadores que no sólo me han cuidado en cada detalle sino en los que además he
percibido cariño, que cada mañana me han traído la vida hasta mí y de los que
he aprendido a vivir, aunque me quede mucho menos tiempo en esta vida que a
ellos. Cielo en mi familia, siempre
conmigo y tras de mí, con mis caras buenas y con mi rostro insoportable. El
cielo de mis amigos y amigas, que tras decenas de años conmigo no
dijeron.”¡basta!” cuando llegaron los malos tiempos y se hubiera entendido que
me ignoraran aunque en ese camino hubiera caído sacrificada mi esposa; amigos
queridos y recuperados cuando parecían haber quedada olvidada su cercanía en el
pasado.. El cielo del placer físico que te brinda otra persona, o el de una,
aparentemente, simple conversación que te deja la sensación de una mayor
cercanía e inteligencia. El cielo de la obra de arte representada por otras
personas y la musical interpretada en casa por amigos entre el calor de otros
muchos. Lo estoy disfrutando también en algo aparentemente tan contradictorio
como puede ser una asociación de esclerosis múltiple, allí he descubierto a
personas que, a pesar de todo, han rehecho su vida, como a otras que mantienen
el humor en medio del drama de esas vidas. No puedo olvidar el que viví en las
aulas de los colegios en los que estuve, aunque he de reconocer que, en mis
primeros años, para mi alumnado, si lo hubo, fue un cielo bastante aburrido. Un
cielo que, sorprendentemente, llegó más allá de mi estancia en las aulas, una
vez que yo ya me había jubilado. En ese momento, casi treinta años después,
volvieron a aparecer mis alumnos, como poco después; hubo uno que, literalmente,
si no me subió al cielo (que lo hizo) fue casi hasta ese cielo. Siempre he
dicho que la escuela, como lo ha hecho la vida, me ha dado más que lo que yo le
di. Cielo que también se ha hecho presente en los niños, que sin ser sangre de
mi sangre, los he sentido como míos, sus risas, sus primeros pasos, sus
carreras, sus juegos, cada uno de sus avances.
Cielo que,
en gran medida, depende de nosotros que no nos pase desapercibido, de la humildad
y alegría con la que miramos a los demás, cielo que no tiene porqué encontrarse
enclaustrado entre las paredes de una iglesia, mezquita o sinagoga alguna,
especialmente, si allí estamos en soledad. Cielo que está en los demás, en la
vida, en su vida, en la nuestra. Cielo que está aquí y ahora, no más allá de
esta vida. Cielo que son los otros.
¿Y yo? Seguramente, a veces, soy infierno, espero, también, ser, alguna vez, un
cachito de cielo.
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