La condena es un principio no es un fin.
Albert
Camus
“Probable enfermedad desmielinizante”.
Así dictaba la condena que vino a desbaratar todos los planes, la que marcaba
un antes y un después, la que te noquea y te hace andar trastabillando por el
cuadrilátero. Así rezaba el informe de la resonancia magnética. De esto hace ya
muchos años.
De ella, en un primer momento, te golpea
el sustantivo, pero te agarras al adverbio para no caer. Se trata de una
posibilidad verosímil y fundada, pero no una certeza. No fue mi caso, yo sabía
demasiado. La esclerosis múltiple ya había visitado mi familia para quedarse en
ella. Cuando la sentencia llega suena la campana, se te acabó el tiempo, se
borran todos tus proyectos, llegaste al punto y final. Eso es lo que parecen
decirte esas dos palabras. Y no es así, llegaste al punto y aparte, a partir de
ahí no se abre el abismo, se abre el interrogante.
¿Pero no es el interrogante, en esos
momentos, un abismo? La consulta, la confirmación, las miradas, las palabras
que se eligen, los silencios, los gestos, la necesidad de agarrarse a la
mínima.
Lo que hice y no volveré a hacer. Viajar,
conocer otros paisajes, otras costumbres, otras culturas, otra gente, buscar
los rincones, conducir. Pasear, a la mañana temprano, cuando todo está
despertando y tú te sientes formando parte de un mundo que se da una nueva
oportunidad; a la caída de la tarde, en el momento del encuentro, cuando la
vida se ralentiza, el tiempo del ágora, el de uno mismo y el de todos, menos de
ti. Andar, ese simple movimiento, un pie, otro pie, flexionar la rodilla,
parar, girarse, todo aquello que hacemos sin pensar, de una manera automática,
como si no fuera necesaria comunicación en nuestro sistema nervioso, como si
todo se hiciese porque sí.
Lo que no hice y ya no podré hacer. Todos
esos proyectos que aguardaban en la cartera como si siempre quedara tiempo para
ellos, como si aplazarlos fuese una cuestión menor, siempre podremos encontrar
un momento mejor, más propicio, para realizarlos, como si el mañana formara
parte del presente, un presente continuo que no conoce límites.
Lo que siempre llevaré (cargaré) conmigo.
Ese lastre, en el mejor de los casos, agarrado a mis piernas, el manojo de
alfileres en cada una de las yemas de mis dedos, la nube en mi cabeza, la
vejiga neurógena, la humedad, el miedo.
El que fui y ya no seré. Todos esos
papeles que desempeñé y que iré poco a poco (o mucho a mucho) abandonando,
aquello que me identificaba, por lo que yo me reconocía, por lo que ellos me
reconocían. Abandonar “mi lugar” en el mundo, el que ocupaba y que consideraba
reservado para mí. El que me hacía.
El que todavía soñaba y ya no seré. La
posibilidad de soñar con un yo distinto del que me identificaba, la coartada
para la justificación. De pronto desenmascarado, desenmascarado mi presente
pero también mi pasado, la necesidad de reformular el engaño.
El cambio en la vida, en las rutinas, en
la sociabilidad, en mí y en los demás. ¿Quién cambiará sus rutinas por mi
causa? ¿En qué punto quedaré varado? ¿Cómo llenaré mi tiempo?
Decía que yo sabía ya demasiado como para
agarrarme al adverbio, aquel diagnóstico no se trataba de una simple
posibilidad, se trataba de la confirmación de una sospecha bien fundada en unos
síntomas reconocibles: en primer lugar, una mitad del cuerpo dormida, una mitad
exacta, como si hubieran trazado una eje rectilíneo a lo largo de mi tronco; en
segundo lugar, una mano inoperante, insensible, extraña a mí. Fue recoger el
informe y buscar lo que se esperaba encontrar, sobrevolar las líneas para
encontrarlo: probable enfermedad desmielinizante.
Me sentí como un animalillo asustado,
temblando, indefenso, a la espera del golpe definitivo, con la mirada
extraviada en la profundidad de la nada, con la necesidad de llorar arrastrando
con las lágrimas el miedo. La debilidad, la fragilidad, una caña quebradiza que
la vida presiona con ambas manos, a punto de saltar.
La condena. La condena que parece haber
sido dictada, la condena segura, el fin. Seguramente es inevitable sentirlo así
en un primer momento, en el que no sirve de nada bracear salvo para
precipitarte más hacia el fondo, en el que parece inevitable obviar una
realidad: la esclerosis múltiple es un cajón de sastre en el que caben muchas
realidades, unas en las que el cuerpo parece darte definitivamente la espalda,
otras en las que solo el nombre te acompaña junto al interrogante, en las que
uno y otro puedes llegar a olvidar. Entre medias la vida, la vida que continúa
con más o menos obstáculos, con más o menos golpes, con más o menos
sufrimiento. La vida, la misma vida, con tus obstáculos, con tus golpes, con
tus sufrimientos, distintos, sin más, a los de otros. La vida que te reta y a
la que es inevitable responder, tus obstáculos, tus golpes, tus sufrimientos,
también tu respuesta.
Aceptar que nadie tiene la culpa, que no
es un castigo, no es una condena, que la vida puede continuar.
Una cadena que no nos deja movernos, que nos pincha en el alma, que nos escupe en la cabeza y se mea en nuestro mañana. Pero no hay condena en nuestra silla, hay escalones que estorban y hay rampas para inventar
ResponderEliminarAsí es, amigo José Luis.
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