En mi infancia, cuando un pedazo
de pan caía al suelo uno se agachada a recogerlo y antes de depositarlo en la
mesa los besábamos. Más allá de su componente religioso se trataba de que
España era un país pobre y el pan el alimento principal por su simbolismo, en
ese sentido era un alimento sagrado, es decir, un alimento digno de veneración
y respeto. Ese gesto era un gesto de humildad, el pan no se tiraba, era
reconocer lo que había costado ganarlo, una manera de inclinar la cabeza ante
él, ante lo que significaba, esfuerzo, sudor, tiempo, trabajo. Uno era uno más
en el conglomerado social, sólo uno más y en el reconocimiento de los frutos
que ese conglomerado generaba el pan ocupaba un puesto en la pirámide de lo más
significativo. Así aprendimos de pequeños la importancia de tener pan y el
trato que había que darle a este. Aquello que comíamos no era propiedad privada
sin más sino que en ese momento lo teníamos pero éramos conscientes de que en
otro momento, que no siempre dependía de nosotros, podíamos no tenerlo,
sabíamos que en la sociedad de aquel momento, en la que las penurias abundaban
nosotros éramos unos afortunados por tener esa comida que llevarnos a la boca.
Es por eso por lo que, independientemente de su evidente componente religioso,
al inicio de cada comida dábamos “gracias por los alimentos que íbamos a
recibir”. La sociedad secular que en justicia ha luchado contra el pensamiento
mágico y la abundante presencia de la sotanas se ha llevado consigo una cierta
espiritualidad compatible con un pensamiento laico. En esa sociedad hemos
crecido, nos hemos instalado y hemos perdido la percepción del coste que ha
supuesto aquello que poseemos. El consumo se convirtió en un derecho y no hay
nada que puede estar por encima de nosotros. Para aquellos que gozamos de una
estabilidad con cierto acomodo por mucho que la critiquemos, en el fondo
pensamos que la sociedad en sí es justa pues recompensa a quien se lo merece y
castiga a quien no se lo gana. En esta sociedad la pobreza crece a nuestro
alrededor y con ella, lógicamente, crecen las personas con dificultades para
llevar una vida digna pero que centran su crítica más en las personas,
responsables últimas del malestar social, que en el sistema en el que ese
malestar se reproduce; el problema de esta sociedad de consumo es que todos nos
creemos con derecho a ese consumo sin llegar a plantearnos hacia donde nos
lleva ese barco. Somos el centro, manejamos un egocentrismo en el que todo
empieza y acaba en nosotros. No tiene sentido agradecer a la vida pues todo lo
que poseemos ha sido por ser ganado, es nuestro; el espacio que la vida nos
cedió es nuestro y tenemos por ello el derecho de imponer las barreras que
queramos; los bienes que hemos ido acumulando son nuestros, merecidos, que
otros no los tengan no es nuestro problema; el lugar que ocupamos en la
sociedad lo hemos alcanzado por méritos, el que nuestro punto de partida no
haya sido el de otros no es algo a cuestionar siempre que miremos hacia abajo
otra cosa bien diferente es cuando nuestra mirada se dirige hacia arriba.
No tengo nada que agradecer, es
bueno que sea así pues me desprendí de ese lastre religioso en el que crecí, el
egocentrismo y el egoísmo es bueno pues hace que la sociedad avance. El pan que
se cae al suelo como todo aquello o aquel que se cae sólo ha de tener un
destino: la basura. El futuro dirá qué ha de ser de nosotros.
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