Puede ser que
mi camino se esté oscureciendo, que las farolas se vayan apagando a mi paso,
pero en algunos momentos de mi vida he tocado el cielo con mis dedos y eso
nadie me lo podrá arrebatar. Quizá sea eso el cielo, un instante de color fugaz
en medio de un mundo gris pero que te hace Señor de los pigmentos, la sensación
puntual que se queda a vivir en tu memoria más íntima.
Allí estuvo el
cielo: en el tacto del cuerpo de mis hijos al nacer, en la imagen de su cuerpo
abriéndome nuevos caminos; en sus sonrisas anunciando su felicidad, la misma
que a veces segué yo, en un instante, hundiéndonos en el infierno. Están tan
cerca el uno del otro, el cielo del infierno, el sueño gozoso de la pesadilla.
Mis hijos sentados sobre mí, sus abrazos, sus palabras besando mi oído. Sus pasos,
los primeros que anuncian un camino de independencia; la apertura, tambaleante
al principio más segura después, de sus propia sendas; las tímidas caricias
cargadas de vergüenza y deseo, del lastre de quien eres y el impulso del que
quieres ser.
El cielo
abierto a partir de los deseos de mi mujer, de la sonrisa que me ofrece
abriéndose paso entre mis miserias, limpiando el dolor. La certidumbre de
encontrarme siempre en su pensamiento a pesar de la sordidez, a pesar de las
desdichas, a pesar y por las desdichas. Las innumerables ocasiones de sentirme
querido, el especial interés que percibo en que yo lo experimente, en que me sienta acompañado a pesar de
las comprensibles razones que tendría para salir huyendo.
El cuerpo como
mediador para tocar el cielo. Las caricias que dejaron la firma en mi cuerpo.
No cualquier firma sino la firma.
Algún beso inesperado del que pervive su huella. Un momento de placer
inesperado cuando ya pensabas que todo había quedado atrás. Instantes en los
que puedes romper a llorar, mezcla de tristeza y alegría, un cielo plenamente
humano.
El cielo que
me abren mis amigos, ahí se encuentran, en el lugar donde yo estoy, soportando
mis silencios y amarguras, el Jesús que yo no aguantaría. Haciéndome vivir la
dolorosa y gozosa realidad de sentirme querido mucho más de lo que yo merezco,
mucho más de lo que yo doy. En la tesitura en la que me encuentro no sólo no
han salido huyendo estos amigos, sino que he recuperado algunos que parecían
haberse perdido entre las brumas del tiempo y han llegado nuevos.
La experiencia
de que aquello que te sale de dentro llega al interior de otro, que el pudor
del que te desprendes te viste ante los demás. El cielo de sentirte útil a
alguien, utilidad mayor cuanto más pequeño es el otro.
No hay cielo
posible sin ángeles. El cielo está con los otros, no hay paraíso en la soledad,
por mucho que te llenen de alabanzas y tú engordes tu ego; estarás en las nubes
pero no lograrás tocar el cielo. El cielo está aquí, donde lloras y ríes, donde
tiemblas y das calor, cuando acaricias un cuerpo, lo que ves y lo ves más allá
de tus ojos, lo que oyes y lo oyes más allá de tu oído, lo que tocas y lo percibes
más allá de tu tacto. Está en el dar y en el recibir, sólo ante la presencia de
alguien; es el otro quien te da entidad, quien te otorga razón de ser. Todo
esto sólo es posible desde el amor, el cielo sólo es posible desde él. Lo
trascendente está en lo nimio, en lo terrenal, en lo verdaderamente humano, en
la otra mirada en la que, sin darte cuenta, te van educando.
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