He llorado por
empatía con el sufrimiento ajeno, he llorado por simple emoción, he llorado de
dolor, pero también lo he hecho por pura rabia y cabreo conmigo mismo, de verme
jugando un papel que no me gustaba haciendo pagar a otros, siempre débiles,
indefensos, mi propia impotencia. Y no puedo decir que no lo sabía, sí lo
sabia, mi yo desdoblado sabía hacia dónde iba a llegar, hacia donde quería
llegar; lo que quería y lo que no. Y el coche se estrellaba hasta provocar el
daño. He llorado de pura vergüenza, de pura impotencia.
He llorado de
miedo, tantas veces. Era tan miedoso ese niño que fui. Cuando vino a mí está
enfermedad que me acompaña, pegada a mí, amenazante, volví a llorar de miedo,
como ese niño que fui, como un pequeño animal asustado.
He llorado y
sigo llorando, pero no es cierta esa aserción: los hombres sí lloran. Lloro y
reivindico el llanto. Llorar supone una liberación, una válvula de alivio de
presión y una emoción a la que tenemos derecho y la necesidad de expresar.
Sigo llorando
de dolor, el que me produce la visión y la conciencia del peso que supongo, de
la carga que deposito sobre otros, de la aflicción que genero a mi alrededor.
Lloro de
miedo, el mismo miedo a lo desconocido, a qué será de mí, a qué será de ellos.
A la pesadilla que a veces me asalta, al enemigo que a veces me agrede y del
que me tengo que defender con los ojos vendados.
Sigo llorando,
pero también lo hago, afortunadamente, por alegría, por una sonrisa, por un
perdón, por una caricia, por una presencia, por un testimonio. Afortunadamente las lágrimas también
masajean mi corazón.
Lloro y me
limpio las lágrimas. Necesito llorar, demostrar que tras de mi supuesta
fortaleza se esconde también un hombre débil, un hombre que ha ido perdiendo las
corazas y que se muestra orgulloso de sus sensibilidad, de la humanidad que le baña
y que es la única por la que puedo aspirar a corregir mis muchos defectos.
Querido amigo: No llores. Y si lo haces, atiende a nuestro abrazo.
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