Nos hemos convertido en máquinas de producir y
consumir y ahora, cuando parece que no podemos hacer ni una cosa ni otra, ¿qué
somos? Todo nuestro mundo ha entrado en crisis, también nosotros. Es la crisis
de toda una concepción del mundo y de la vida, una concepción donde lo
económico es lo primero y solo después se encuentra… lo económico, donde se
idolatra la técnica y nos dejamos llevar con gozo e inconsciencia por el traicionero
sabor dulzón de la masificación y la clonación, el redil donde protegernos del
miedo.
Necesitamos la
apariencia de la realidad, no la realidad en sí, una sociedad virtual en la que
disfrazar lo que hemos hecho de ella, lo que hemos hecho de nosotros, donde
afrontar, si acaso tangencialmente, la herida que nos pueda salpicar, el dolor
que nos pueda conmover, la grieta que amenace con resquebrajarnos. Una sociedad
virtual en la que nosotros mismos seamos seres virtuales, alejados del corazón
de las cosas, hundidos en una indiferencia metafísica que nos hace olvidar el
latido de la vida. Seres enajenados de la capacidad de crear, necesitados de
cierto mesianismo al que seguir y de culpables a los que condenar, donde todo,
hasta lo más íntimo parece haberse hecho objeto de consumo. Expropiados de la
autoría necesitamos el mercado donde podamos comprar y donde podamos ser
vendidos.
Pero
si algo es este momento es el de tomar conciencia de que se puede resistir al
poder de la robotización. Es el momento de la resistencia, y es el momento de
la autonomía para crear espacios donde desarrollar nuevos valores, recuperando
los afectos, el gozo, el diálogo, la imaginación, la belleza, la fe en nuestro
destino siguiendo la máxima de Gandhi, “debes convertirte en el cambio que deseas ver en el mundo”. No esperar a que todas las soluciones nos vengan de
fuera, nos lluevan del cielo, sean siempre competencia de otros. Ser nosotros
mismos el germen de ese cambio, no hay coartadas que valgan para justificar
nuestra desidia ni escudos para esconder nuestras miserias. Ser capaces de
generar espacios donde desarrollar la sensibilidad, de hacernos dueños
de la expresión, de la palabra, de ser capaces de mirar el entorno de otra
manera, a través del arte como forma de expresión que viene a unificar la forma
y el fondo. ¿Y no debería ser eso la vida, la fusión entre lo que hacemos y lo
que pensamos, entre lo que construimos y lo que deseamos, entre la ética y la
estética? ¿Y no es eso la belleza? ¿Y no es eso el arte? El arte reflejado en
cada acto de nuestra vida. Espacios donde incorporar medios expresivos que
puedan ir más allá de lo inmediato, que exploren las preguntas sin respuesta
que arrastramos y que hagan vibrar las cuerdas que engrandezcan nuestra
humanidad: la música como eco interior del dónde venimos y el hacia dónde
vamos, la poesía como código lingüístico que nos libera de los grilletes que nos
mantienen aferrados a la ficción colectiva, el símbolo como expresión de la
otra cara de nuestra luna.
Ser
capaces de generar espacios donde pensar, espacios para la crítica y la autocrítica,
espacios para ir más allá del pensamiento
formal y políticamente correcto que todos nos autoimponemos como condición para
formar parte de nuestros respectivos pesebres. Pensamiento que nos interpele,
pensamiento que nos duela, que nos haga abrir los ojos, que nos enfrente cara a
cara con el otro y que nos lleve a conocerlo, pensamiento que nos enfrente con
nosotros mismos y con la sordidez en la que estamos instalados, con el rostro
que queremos disfrazar o que nos negamos a ver. Pensar y sentir como forma de
resistencia. Ser capaces de gestar espacios, por minúsculos que sean, espacios
donde crear y recrearnos desde el lugar más pequeño de nosotros mismos, capaces
de engendrar nuevas realidades, cada día, cada segundo, espacios minúsculos
donde poder respirar.
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