Detesto el
populismo que se va extendiendo, a menudo sin ser conscientes de ello, cada vez
más entre nosotros, el de la clase política, el de todos los políticos son
malos, el de solo piensan en robar, el del carro al que se suben
archipopulistas archimillonarias como la señora Cospedal, lo detesto. Siempre
serán necesarios los políticos, no cualquier político, no, pero sí los buenos
políticos. Será necesario un control riguroso sobre el ejercicio de la política
pero no se podrá prescindir de personas que se dediquen a ese ejercicio y ese
control, tengámoslo claro, de una manera u otra, está en nuestras manos. La
democracia directa se podrá intentar extender lo máximo posible pero siempre
tendrá sus límites por lo que nunca podremos renunciar ya a la representativa.
Lo asumo, siempre tendrán que existir representantes, también los míos, pero he
de decir que cada día me siento más huérfano de los mismos, en la orfandad
política. No niego que los que hoy se sientan en los bancos de los parlamentos
lo son oficialmente, asumo que voluntariamente decidí participar en el juego y
ahora, que las bazas me vinieron malas, no puedo retirarme sin más (cabría
preguntarse quién puede escapar realmente al juego). Reconozco que no soy persona
fácil, que nunca me sentí satisfecho con nadie y, seguramente, nunca lo estaré,
que no aspiro a encontrar a alguien con el que poder identificarme plenamente,
a un clon de mí mismo que ocupe un cargo político, ni esa persona existe ni
existirá, ni sistema político alguno lo permitiría, pero cada día me siento más
en la orfandad política, cada día puedo afirmar más categóricamente que estos
políticos no me representan. No pretendo realizar una generalización absoluta,
ni esconder mi mayor cercanía (a veces más afectiva que otra cosa) a unos que a
otros, pero, aun así no puedo dejar de sentir esa aseveración: no me
representan.
Los que solo
dicen y piensan el argumentario que se les pasa desde los despachos de su
partido, los que resultan tan previsibles en el fondo y en la forma, los disciplinados
voceros de su amo, no me representan.
Los que,
parafraseando a Groucho Marx, con tal de mantenerse en el puesto, pueden decir
sin complejos, “estos son mis
principios; si no le gustan, tengo otros”, no me representan.
Los obedientes servidores del poder financiero
que hacen pasar, sin un ápice de crítica, por inevitables las medidas que este
exige, por las únicas posibles, por “lo que hay que hacer”; los que venden
pereza mental como sentido común, servilismo como patriotismo, no me representan.
Los que, desde sus escaños y en los medios de
comunicación, patean, vociferan, aplauden mecánicamente sin saber a qué,
abuchean mecánicamente sin saber a qué, insultan descaradamente y lo hacen
pasar por ingenio, rebuznan y creen que hablan, cocean y creen que caminan, no
me representan.
Los que se aferran de por vida a un escaño, a
un cargo, a un sillón, a un despacho; hacen de vasallos fieles cuando el cambio
de viento puede hacerlos mover, manipulan el poder cuando lo tienen en sus
manos para no moverse de él; los que ponen sus intereses al frente de cualquier
cambio, los que nunca dimiten, los que nunca dicen basta, los que sienten
pánico ante la posibilidad de volver a ser uno más, no me representan.
Los que simplifican la realidad incapaces de
ver su complejidad, los que la reducen a una pelea de buenos y malos, de blanco
o negro, los que en su discurso solo buscan titulares y la pedagogía política
la reducen a propaganda, no me representan.
Los que nunca dirán “me he equivocado”, los que
nunca pedirán perdón, los que siempre creerán encontrarse en la posesión de la
verdad por el simple hecho de estar donde están, los que nunca reconocerán
parte alguna de verdad al otro por el mero hecho de ser el adversario, los que
nunca llegarán a darse cuenta de que esto lleva a la estupidez y no a la
inteligencia, no me representan.
Los que
impiden que avance la realidad cargados de dogmas intocables, los que, por
ello, nunca se cuestionan el presente, los que carecen de un mínimo ejercicio
de autocrítica, los que son incapaces de imaginar una realidad distinta a la
actual, los que, sencillamente, tienen miedo al cambio no vayan a perder su
lugar en él, no me representan.
Los del “cuanto
peor mejor”, los del “dejad que se hunda que ya la levantaremos nosotros”, los
que anteponen el interés partidista, corporativo y personal al de la sociedad,
los que no ven personas sino votos, no descubren problemas sino cuentas de
resultados, los que hacen cálculos de beneficios con el sufrimiento ajeno, no
me representan.
Los que hoy
dicen digo y mañana diego y pasadomañana vuelven a decir digo otra vez, los que
hoy hacen y dicen lo que ayer criticaron y mañana criticarán, si es necesario,
lo que hoy hacen y dicen, no me representan.
Sé que todo lo
anterior no es únicamente aplicable a políticos, sé que esas actitudes y
comportamientos se encuentran de igual manera en otras muchas organizaciones
sociales; la cerrazón intelectual, la estrechez de miras y el interés personal
ante todo los podemos encontrar desde en la más grande hasta en la más pequeña,
desde la que tiene una importante cuota de poder en la sociedad hasta la que no
tiene ninguna, en los que enarbolan una bandera y en los que enarbolan la
contraria, en todas ellas podemos reconocer el narcisismo, la rigidez y el
egoísmo citados, la miseria intelectual y moral, la violencia gratuita. Es por
ello por lo que la sensación de orfandad es mayor, pero soy consciente que no me puedo constituir en
república independiente, que no puedo hacer el camino solo, que en él habré de
encontrar otros huérfanos como yo y sé que encontraré compañeros de viaje a mi
gusto y otros que me generarán incomodidad, pero, aún así, habré de hacer el
viaje con el ánimo siempre alerta para detectar todas esas tentaciones, todos
aquellos que hayan caído en ellas y no me representan y aquellas en las que
pueda haber caído yo de tal manera que ni yo mismo me represente.
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