Después de
vista la celebración de la Diada el pasado 11 de septiembre en Barcelona, imagino
esa expresión (¡Se rompe España!), en boca de muchos, cargada de cólera y drama. Pero para poder
descolerizar y desdramatizar quizás convenga hacerse algunas preguntas y
aprender algo de la historia.
¿A qué hemos llamado y llamamos España?
Significante y significado no siempre han ido parejos. El término España que
hoy identifica un territorio y un Estado no siempre ha sido así. El nombre
deriva de Hispania, nombre con el que los romanos designaban geográficamente al
conjunto de la península Ibérica. Terminología que a su vez puede provenir,
según distintas interpretaciones, de un origen ibérico, fenicio e incluso
euskaldun. Resulta obvio que estamos hablando de un tiempo en el que es
imposible la identificación territorio y Estado en la medida en la que la mera
idea de este último no existe. El término Hispania y, posteriormente, España
designa únicamente un territorio geográfico, que tampoco se identifica con el
actual. Conviene resaltar otra obviedad, ese territorio es anterior al uso del
término, es decir, existió antes de él y, presumiblemente, existirá después de
él. Al mismo tiempo la identificación entre territorio geográfico y término lingüístico
no implica la continuidad en el tiempo del mismo territorio. Durante esos,
alrededor de, veinte siglos el término España o Reino de España ha sido
aplicado no solo a la península Ibérica, sino a territorios repartidos por todo
el mundo, europeos, africanos, americanos y asiáticos. Territorios que hoy
sería impensable reivindicar como españoles. La imperecedera España, lo que hoy
identificamos en sus límites como Reino de España tiene algo menos de cuarenta años de vida,
los que han transcurrido desde la entrega del antiguo Sahara Español a
Marruecos y Mauritania.
¿Un nombre, un Estado, un Reino, una
cultura? El término lingüístico es muy anterior a la existencia de “estos”
españoles de hoy. Se llamaron así mismos como tales ciudadanos de territorios a
los que hoy ni se les pasaría por la cabeza denominarse así. Se les llamó como
tales a ciudadanos de territorios a los que hoy a nadie se le ocurriría
designar de esa manera, es más, se les rechaza como tales, y esa historia
común, en gran medida forzosa para ellos, no evita que no sean bienvenidos y
rechazados. Durante todo este periplo histórico el nombre ha recaído en
entidades políticas y culturales muy diferentes, por lo que históricamente no
es propiedad exclusiva ni de unas ni de otras, es más, la historia nos puede
deparar sorpresas agradables para unos, desagradables para otros. Algunas
crónicas y otros documentos de la alta Edad Media designan exclusivamente con
ese nombre (España o Spania) al territorio dominado por los musulmanes. Así,
Alfonso I el Batallador (1104-1134) dice en sus documentos que "él reina
en Pamplona, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza", y cuando en 1126 hace una
expedición hasta Málaga nos dice que "fue a las tierras de España". ¡Musulmanes!
Poco hay, para algunos, tan declaradamente antiespañol.
Ciñéndonos
únicamente a lo que sería el actual territorio geográfico de España podemos
descubrir un abanico enorme de culturas (concepto relacionado a su vez con
otros como religión, etnia, raza, etc.) que se asentaron en ella: íberos, celtas,
romanos, suevos, vándalos, alanos, guanches, árabes, musulmanes, judíos,
cristianos… El abanico se vuelve descomunal si incorporamos a esa relación
todas aquellas que encontramos o nos fueron encontrando en territorios europeos
y allende los mares, pero relacionados con el término España, es el caso, por
ejemplo, de las culturas precolombinas azteca, inca, maya… La conclusión de
todo este gran abanico puede resumirse en una única palabra: mestizaje.
¿Qué somos los habitantes de esta España de
hoy y qué son la cultura o las culturas que decimos nuestras? Somos seres humanos que tenemos antecesores
pertenecientes a distintas etnias o culturas, y esa mezcla dio origen a una
nueva cultura. Este mestizaje, guste o no, resulta aplicable no solo a los que
nos identifiquemos como españoles y a la cultura que podamos denominar como
tal, sino de igual manera a aquellos otros que aun siendo oficialmente
españoles no desean ser tenidos como tales y reivindican una cultura propia.
Todos somos producto de ese mestizaje, todas esas culturas de hoy (incluidas
sus lenguas) han sido resultado de una lenta elaboración de encuentro de
diferentes culturas y, literalmente, nosotros no seríamos, no existiríamos, de
no haberse dado esa mezcla. La mezcla es una tendencia imparable de la historia,
en el futuro la cultura y la nación que (y, en buena medida, afortunadamente;
si como tendencia histórica suponemos que ha sido positiva para llegar a
producir lo que hoy deseamos defender, no hay por qué poner en cuestión que
pueda seguir siendo así) tengan nuestros descendientes, inevitablemente, no
serán la nuestras.
¿Qué podemos aprender de esta historia? Que
España (o Cataluña, o Euskadi o cualquier otra nación) no deja de ser sino un
concepto absolutamente coyuntural; no se trata de una realidad trascendental
sino de una completamente inmanente, inseparable de unas circunstancias
históricas y, por lo tanto, temporales. Una realidad que tuvo su inicio y que,
lógicamente, tendrá su final, es por lo tanto finita y perecedera, veamos
nosotros ese final o no.
Que la
historia de la humanidad es una constante sucesión de creación y desaparición
de nuevas naciones y Estados. Las naciones son un constructo social de los
hombres, no existen sin los ciudadanos que se identifican con ellas.
Sencillamente aparecen y desaparecen en la medida en que aumenta o disminuye el
número de ciudadanos que se reconocen formando parte de las mismas. En este
sentido, como afirma Eric
Hobsbawm, no son las naciones las que crean el nacionalismo, sino a la
inversa, es el nacionalismo quien inventa la nación. Históricamente ese final
muchos lo habrán vivido con angustia y ansiedad, pero la vida ha continuado a
pesar de ello. Ese dramatismo existe porque se ha otorgado a la nación una entidad
por encima de la ciudadanía que la compone, en este sentido, considerada como
transcendente e incluso sagrada.
Que toda
nación es producto de la amalgama continua de la historia y por ello, en
nuestra mezcla habrá componentes que es posible que hoy detestemos y que
consideremos ajenos a nosotros mismos. Es así en la cultura que defendemos, en
la lengua que hablamos y en la sangre que corre por nuestras venas. Es también
a ellos a los que debemos que seamos y que seamos como somos. Esta convicción
debería llevarnos a revisar no solo la visión que podamos tener del pasado,
sino la que podamos tener del presente y de los grupos sociales, etnias,
culturas y naciones que hoy forman parte del mismo.
La solución no
es negarse a la mezcla, sino está en cómo mezclar. Pretender cerrar fronteras a
cal y canto es también cerrar inteligencia y corazón. Se trata de un
despropósito político y humano. Negar la entrada es impedir la oxigenación,
impedir la salida a quien desea hacerlo es asfixiar y apostar fuerte por el
distanciamiento y el enfrentamiento. Se trata de tener claro qué valores son
aquellos que, de ninguna manera, yo no debo perder. El coste del envilecimiento
es mayor que el riesgo que se teme correr pues ya se han perdido en él esos valores
que se dicen defender.
Que esos
cambios, el surgimiento de nuevas naciones, la secesión o la modificación de
las fronteras, a pesar de lo consustanciales que son al ser humano y la
naturalidad, con que por ello, deberían ser vividos, siempre han sido
violentos. Han supuesto derramamiento de sangre, muerte, miseria, sufrimiento.
Anteponer la idea a las personas. El hombre “civilizado” sigue, en este
aspecto, sin dar muestras de civilización. Es perentoria la necesidad de
encontrar soluciones políticas pacíficas y dialogadas, establecer las
condiciones y los procesos para los cambios. Regular cauces institucionales
antes de que el problema se produzca. No se trata, necesariamente, de aceptar
de buen grado un hecho, sino de reconocer su existencia. Es optar entre tolerancia
o intolerancia, entre humanismo o fanatismo.
Dicho todo lo
anterior, me gustaría poder decir que el nacionalismo es algo anacrónico, pero
no pasa de ser un simple deseo personal, yo no soy nacionalista; pienso que no
solo suponen el surgimiento de un yo colectivo, sino el establecimiento de unos
otros de los que me distancio y que, de alguna manera, otorgan sentido a mi yo.
Es “mi” nación la que otorga sentido a mis desmanes, pero critico y me enfrento
a esos mismos desmanes realizados en nombre de otra nación. Es el fanatismo
nacionalista el que es el desmán, no la nación por la cual se realizan. No lo
entiendo o no lo disfruto, pero es un hecho que los nacionalismos siguen siendo
un realidad del presente y no parece que vaya camino de que desaparezcan en el
futuro. Quizás el anacrónico sea yo
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