El ultraderechista noruego Anders Behring Breivik no apelará la sentencia de 21 años de cárcel
prorrogables por el asesinato de 77 personas. El tribunal justificó el
veredicto porque Breivik es un "fanático extremista" y no un enfermo
mental, de ahí que sea penalmente responsable. Lo fundamental es encuadrar las
ideas de Breivik en un contexto político de ultraderecha, porque ahí cobran
sentido, sostienen sus abogados, que pedían una pena de cárcel lo más leve
posible si el fundamentalista cristiano no es puesto en libertad, como él
solicita.
Breivik nunca ha negado ser el autor de los 77
homicidios voluntarios, además de otros intentos de homicidio, de los que se le
acusa, pero asegura que actuó en una situación de "necesidad", en
defensa del pueblo noruego, que considera amenazado por la "invasión
musulmana" y el "infierno multiétnico" impulsado por el
Gobierno. En la sesión final ha pedido perdón a los «militantes nacionalistas»
por no haber matado a más gente durante los ataques de julio del año pasado.
La
consideración de fanático extremista y no enfermo mental puede haber sorprendido
a muchas personas, quizás en el deseo de que solo un esquizofrénico paranoide y
un psicótico puede cometer tanto mal. La sentencia, sin embargo, nos sitúa de
bruces frente a la realidad, el mal está entre nosotros, lo alimentamos
nosotros, forma parte de nuestra normalidad. Es más, el mismo concepto de mal
puede llegar a carecer de sentido, ya que Breivik no realizó esos crímenes por
hacer el mal, sino por lo que él suponía un bien. Es por ello que esos actos,
llegado el momento, pueden llegar a cometerse de una manera incluso desapasionada,
administrativa, banal.
Es difícil
llegar a aceptar esa realidad, la existencia del mal de una forma “integrada”
en nuestra sociedad, y más aún llegar a plantearse la pregunta sobre la manera
en que uno convive con él, con esa realidad. Para huir de ese compromiso a
veces basta con calificar como extremista a una persona así. Extremista como
sinónimo de una persona situada fuera de los márgenes de la sociedad, es por lo
que la misma tiene difícil control sobre ella. Pero no es así, todo extremo,
parte primera o última de algo, requiere ese algo para tener razón de ser, es
en esa realidad donde se genera y que llega a estar en su grado máximo. El
extremismo se nutre de planteamientos ideológicos que pueden no contemplar el
crimen como solución pero que, sin embargo, llegan a alimentar, de forma
visceral, esa conclusión. Cuando yo lo justifico, de alguna manera, por las
circunstancias que lo han desencadenado, estoy también, de alguna manera,
siendo cómplice ideológico del mismo; y viceversa, cuando establezco una mínima
complicidad ideológica con él, en esa medida soy también cómplice del mismo.
Comentarios, propuestas, conductas que son piezas sueltas de un puzzle que el
extremista reorganizará a su manera componiendo un todo macabro.
Esa defensa de
una supuesta realidad amenazada pone de manifiesto el deterioro mismo de esa
realidad. Si esa ha de ser su defensa no merece ser defendida. Si los
defensores han de llegar a esos extremos para defenderla serán ellos mismos los
que terminen devorando a la criatura. La idea de una patria amenazada por la
llegada de extraños a la misma y que solo puede ser defendida con la expulsión
de los mismos tiene su base en los mismos orígenes de la humanidad y es la
evolución de la misma la que pone en evidencia la debilidad del argumento. La
defensa frente al forastero, frente al intruso, ya se dio en realidades que hoy
consideraríamos todos, esos extremistas incluidos, como anacrónicas y que han
ido evolucionando en la medida en que ha ido evolucionando el ser social del
hombre, la sociabilidad del individuo. Ese mismo comportamiento se dio ante la
aldea amenazada por la llegada de foráneos, el pueblo, la tribu, la comarca, la
nación, el continente incluso. Es ese proceso el que pone de manifiesto que la
evolución cultural del ser humano se ha dado en paralelo a la progresiva
integración de ese forastero y que una “defensa” así solo supone una regresión
sobre esa evolución, una destrucción de las bases culturales sobre las que se ha
dado.
La
idealización de una patria, chica o grande, como ente puro y aislado del resto,
es un evidente error. Somos lo que somos gracias al mestizaje, y lo que serán
nuestros descendientes también lo serán gracias a él. El empeño ha de centrarse
en que ese mestizaje sea lo mejor posible, no en que no exista. La dirección de
la historia camina en ese sentido, intentar cerrar el paso a ese camino solo
clausurará la propia historia. Toda cultura puede tener en mayor o menor medida
aspectos valorables, y toda cultura siempre puede tener algo que aprender y
mejorar. No se trata del reinado hipócrita de lo políticamente correcto, ni de
un ciego y temeroso respeto absoluto a todo y a todos, la medida es el ser
humano concreto y han de ser los derechos humanos que este valora y respeta y
aquellos que le son escamoteados.
Se trata del
ancestral miedo al cambio, del intento de superar la inseguridad mediante la
agresividad, de la expulsión del que amenaza mi estatus, independientemente de
las realidades históricas por las que ese estatus se ha conseguido. Para ello se hace necesario
fundamentarlo en la superioridad de una raza, de una etnia, de una tribu, una
casta, una religión, una cultura, o una patria; en definitiva, la superioridad
de unos sobre otros. ¿Y en que se puede sustentar la superioridad de un
individuo frente a otro si no es en su mayor humanidad? ¿Y no pierde esa
supuesta superioridad si, al ejercerla, pierde esa humanidad?
¿Y en que nos
convertimos con ello? En sujetos que piensan y actúan en función del miedo, de
la ignorancia y del rencor, en personas degradadas al mismo tiempo que
intentamos degradar al vecino que nos es extraño. Y todavía más, es paradójico,
que ese comportamiento lo justifiquemos en razón y defensa de una civilización
cristiana que supuestamente ha conformado nuestra cultura. Es difícil encontrar
una antinomia más permanente que la que se establece entre el mensaje de ese
cristianismo evangélico y el discurso que intenta sostener esas prácticas. Se
trata de un mensaje vaciado de su sentido y reducido a lo ornamental y
meramente institucional.
Breivik no
está loco, no lo está al menos más que puede estarlo una parte importante de
nuestra sociedad en la que anida el germen de la destrucción que él ha puesto
de manifiesto, en este sentido Breivik es el reflejo de ese estado de
descomposición y podredumbre que nos acompaña desde la misma génesis de nuestra
cultura.
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