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sábado, 16 de noviembre de 2024

Casi poemas 22

 


 

1


Qué puedo ofrecerte. Nada,

nada perdida en un todo,

vacío atrapado entre sogas,

silencio en un bosque de ruido,

amor en la distancia.

Qué puedo entregarte

si mis manos son quietud dentro de un alboroto,

si mis manos no tienen donde acariciarte.

un instrumento condenado a la inutilidad,

recuerdos de un antaño que todo lo olvidó.

De qué sirve un corazón que nada muestra,

flor de un jardín que ha quedado seco,

órgano que siempre permanece en mi interior

y tú no puedes descubrir su tamaño

Qué soy pues si nada ofrezco,

nada muestro,

nada muevo,

nada acaricio,

Soy nada, pura ruina.


2

Cuando no puedo ya ser el ser humano que era,

aquel capaz de acariciar un cuerpo como si hubiera descubierto una joya,

capaz de hacer el amor, el animal tierno que fui,

un cuerpo preso esperando que le abran la celda,

capaz de un sí o un no, un ser libre,

aquel que jugó con la vida sin haber perdido el niño que fui,

el que no alcanza a encontrarse en el bosque de su existencia,

el que para todo necesita siempre al otro,

una voz pidiendo auxilio.

Qué queda todavía en mi poder,

una sencilla cosa:

Amar.

 

3


Si tú me buscaras

como yo te busco,

un nombre en la nada,
una cara borrosa.


Si tú me recordaras

como yo te recuerdo,

acariciando una cara.

El beso que no me diste.

El beso que no te di.


Si tú me desearas

como yo te deseo

Atado a tu cara.

Acariciando sin fin.


Si tú me encontraras.
yo sería yo,
no un don nadie

Escondido en la espesura de la gente.

Si tú me encuentras

No sé por qué

Todo cambiaría.










 

martes, 12 de noviembre de 2024

Club de Amigos

 


Las edades las tenemos en nuestro interior, sólo es necesario un estímulo para que, de alguna manera, cobren vida. La adolescencia es, sin ninguna duda,, una de las fundamentales, edad a caballo entre la infancia y juventud, edad en la que se destapan las emociones y aprendemos a  gestionarlas. Edad de cambios biológicos, psicológicos, sexuales y sociales. Edad de eclosión; ese fue el momento en el que fuimos llegando al Club de Amigos. De los 14 a los 18 años justo en el momento en el que aparecen cambios físicos, sobre todo cambios observados en la glándula mamaria de las niñas, los cambios genitales de los varones y el vello pubiano en ambos sexos. Cambios que provocan algo esencial en la vida, aparece la experiencia del amor. Del Club, como si fuese un bombo de la Lotería de Navidad, fueron saliendo parejas, algunas que duraron hasta el final, duración que en algunos casos quizás fue excesiva, el enamoramiento difícilmente dura toda una vida; parejas que hicieron gala de esa edad y fueron cambiando de una pareja a otra; o bolas que fuimos dando tumbos dentro del bombo con deseo, pero sin encontrar una pareja a la que aferrarse. El inicio del amor en el que ir aprendiendo en lo que consistía, los fracasos también formaron parte de esos inicios, no son derrotas, es la vida que nos va enseñando, allí fuimos aprendiendo a vivir, a entrar en la juventud, a ir entrando en la madurez y con ella en la sociabilidad, en las relaciones sociales: El enamoramiento también trajo consigo los sueños, algo muy propio de esa edad, sueños con los éxitos y con los fracasos. Sueños que nos ocuparon buena parte del tiempo.

Pero no todo fueron sueños de amor, también aprendimos a aterrizar en la realidad. Es en este mundo social en el que aprendimos que el cristianismo debe ir necesariamente unido al compromiso social donde hay que citar en primer lugar, sin duda, a Pedro Jaramillo, sin él no hubiera habido nada, tras él hay que agradecer a Leandro López Ayuso que existiera continuación y con ellos unos seminaristas que también impulsaron esta vida social, Rafael, José María, Emilio. Fue allí donde conocí a Víctor Jara y su canción “A desalambrar”, con ella nos llegó “Te recuerdo Amanda” y “Plegaria a un labrador”, canciones que se convirtieron en himnos que incluso alguna se cantó en misa (quien se atrevería ahora), y con él también el “Canto a la libertad” de Labordeta o “A cántaros” de Pablo Guerrero, “La muralla” de Quilapayún, Ricardo Cantalapiedra que también cantamos con frecuencia en la eucaristía y de forma más íntima también Serrat. ¿Alguien dejó de cantar alguna de estas canciones cuando íbamos en un autobús? Con esos años llegó la muerte de Franco y con ella la transición, años ideales para desarrollar esa vida social: los partidos políticos, los objetores de conciencia de la por entonces obligatoria mili, la creación de la asociación de vecinos. Todo eso estaba en nuestras cabezas y quizás sin esa idea del compromiso social algunos no hubiéramos terminado en algún partido político, en los movimientos sociales primero contra el campo de tiro en Cabañeros y después en Anchuras, y en organizaciones eclesiales también de compromiso social como la HOAC.

Ahora, pasado el tiempo, cuando ya pasaron los años y yo pasé a la madurez sigo siendo consciente de que esos años fueron los de mi mayor formación, aquellos en los que aprendí un sentido crítico y quizás en los que aprendí a pensar. Años que siempre añoro. Personas que siempre recuerdo. Un tiempo al que volvería una y otra vez para recargar ilusión, para volver a soñar. Nos creemos ya completos, pero no es así, hemos perdido la capacidad de meditación personal en grupo, la búsqueda de la espiritualidad independientemente de nuestro grado de religiosidad, nuestro sentido crítico personal y esa vida social que hay movimientos sociales que nos desbordan más allá de la Iglesia existiendo como existen movimientos eclesiales que nos llevan a una práctica social. Bendito Club de Amigos, bendita vida que nos hizo pasar por él, gracias a la vida que lo hizo posible.

 

 

sábado, 19 de octubre de 2024

ELLA

 




Éramos dos adolescentes, mi amigo y yo, una situación tranquila para mí porque yo me sentía incapaz de ir más allá y encontrar un grupo de amigos con el que relacionarme. Él me llamaba a menudo para salir a dar un paseo, cuando no lo hacía yo quedaba en casa, los días que sí lo hacía eran para mí como una liberación. Yo era un estúpido, mi timidez me condenaba al aislamiento. Yo era el responsable de mi marginación, no sabía tener iniciativa para relacionarme, en especial con el otro sexo, mi comportamiento entonces sólo era silencio cuando estaba delante de una chica y enrojecimiento cuando se dirigían a mí. No entiendo como él se fijó en mí, un don nadie, más silencioso que hablador, por mucho que lo que dijera pudiera ser interesante. Es cierto que éramos compañeros de estudios, pero lo que uno pudiera decir no era lo que más atrajera en la adolescencia; una edad de pulsiones, una edad en la que el comportamiento instintivo llamaba fuerte a la puerta, por lo que costaba entender dos chicos caminando sin más y sólo charlando. Eran paseos con un único objetivo charlar y, quizás otro muy simple, gastar tiempo. Un día y otro, casi siempre igual, sólo en ocasiones acudíamos a un grupo de chicas ocasionalmente. Chicas.  No sé si quería o no. Qué era mayor si la vergüenza o el deseo.

La gran sorpresa fue cuando un día él se presentó en la puerta de mi casa acompañado de una chica. En un primer momento pensé que había ido para disculparse y decirme que ese día no podía salir conmigo puesto que lo haría con ella, que otro día sería. Lo hubiera entendido, la comparación era evidente. Me bastó poco para fijarme en ella y que su rostro se me quedara grabado para siempre. La vida son momentos que te atraviesan de arriba abajo y quedan anclados en ti para siempre y así quedó su belleza en mí, una sola cosa, un solo ser, un silencio que me sentía incapaz de romper y que pasara a nadie a pesar de que viviera en mí deseando atravesar al exterior, no quedar encerrado en mi interior.

Lo que yo creía que iba a ser un instante se convirtió en una costumbre. Los dos y ella, ella y los dos, salíamos todas las tardes de una manera normal, aunque mi corazón sangrara. Sangre y placer simplemente al mirarla. Ellos se besaban y yo sonreía al verlos, una sonrisa que era pura envidia, algo que yo nunca había experimentado y que desconocía la posibilidad. Llegó un tiempo en el que los domingos parecía que todo seguía igual pero en el que para mí cambió todo. Los domingos, los padres de él salían y estaban todo el día fuera y a veces sábado y domingo, entonces, cuando llegábamos a la casa de él ahí acababa todo, ellos entraban y se despedían de mí. ¿Qué sentir en ese momento? El primer día no supe qué hacer, me quedé quieto apoyado en la pared sin saber qué hacer, si marcharme a casa, si caminar solo o, lo que finalmente hice, sentarme en un banco de la plaza que había enfrente. Qué hice sino dolerme, imaginar a la pareja, lo que podían estar haciendo mientras yo contemplaba el jugar de unos niños en el tobogán y los columpios. Me encontraba como inerte, incapaz de reacción alguna. Fijé mi mirada en la puerta por la que habían entrado pero mi mirada estaba vacía. Me sentía ridículo, era ridículo. Estuve más de media hora hasta que recobré cierta lucidez y me marché.

Aquello ocurrió todos los domingos por la mañana y algún sábado por la tarde, aprovechando que los padres utilizaban el fin de semana para hacer viajes de uno o dos días, de una o dos noches. Que rápido pasa el tiempo para algunos, y ese mismo tiempo que lento para otros.

Esa fue la rutina de los fines de semana. Me despedía de ellos, hacía como si me marchara para luego darme la vuelta y volver hacía mi banco. Digo mi banco porque parecía tener mi nombre, siempre estaba allí esperándome, vacío, excepto una vez en la que un hombre mayor lo ocupaba, pero fue acercarme y él se levantó. Conforme fueron pasando los días esperé un poco más, una hora, hora y media, dos, y yo pensaba en ellos, en lo que podían estar haciendo. Lo que podían estar haciendo, me costaba imaginar otra cosa diferente que el amor. El amor, como si yo supiera lo que era hacer el amor, si su auténtico nombre fuera ese, aquello que deseábamos en esos años, aquella pulsión, aquel instinto, ese impulso natural que nos iba haciendo, poco a poco, maduros. Una pulsión que a mí me costó alcanzar tanto y que yo tuve que sustituir durante mucho tiempo con el autoerotismo, con mi primitiva masturbación. Y cómo conseguir ayudarme con mi limitada imaginación representar en mi mente su excelso cuerpo, yo que no había visto ningún cuerpo femenino; yo, que entonces, todavía era un niño que apenas sabía lo que era la vida.

Ese trío se rompió cuando ella se marchó a vivir fuera y la relación entre él y yo no volvió a ser la misma que al principio. Parecía que nos había entrado la obsesión de encontrar otra mujer que la sustituyera, él lo consiguió, pero yo fui incapaz de hacerlo, me era imposible encontrar a una chica que la sustituyera. ¿Acaso era posible encontrar un rostro que fuese similar? Sus ojos; de los que no podías separarte, su boca, que hubiera dado parte de mí por conocer el sabor de sus labios y el jugo de su lengua. Un beso que sólo había visto y que nunca había dado a nadie. Ella, la que yo deseaba. Ella, la que no probé, y hubiera dado mi juventud por hacerlo. Ella, la que nombraba una y otra vez. Ella, la que me dejó siendo un niño. Ella, la que se fue Dios sabe dónde y temía no volver a verla nunca más. Ella, con la que crecí en su ausencia.

Los años pasaron como no podía ser de otra manera. Mi torpeza no evitó que encontrara una mujer. Una mujer que no la merecía, que tuvo que soportarme pues siempre me faltó algo de alegría, a la que quise sin saber cómo, a la que mi cuerpo deseó y en eso me satisfizo, una mujer que compartí con un nombre. No fui infeliz, mentiría si lo dijera, pero fui incapaz de olvidarla.

Más de cuarenta años después, un día que caminaba por la calle sin más pretensión que andar, un andar ciego pues mi mirada era hacia el interior. Un deambular sin más pretensión que consumir tiempo; pero que me reservaba una sorpresa. Mi mirada despertó de golpe cuando la vi de lejos. Habían pasado muchos años pero no podía ser alguien diferente a ella. Estábamos personas difícilmente reconocibles, en mi caso la calvicie jugaba ese papel de máscara, en el suyo sólo había años entre medias, pero su rostro seguía mostrando la misma belleza y la misma inteligencia. Ralenticé mi paso conforme me iba acercando a ella. Venían tres mujeres, conforme me acercaba a ella iba esbozando una sonrisa cada vez más clara, pero ella mantenía el mismo gesto sin fijar su mirada en mí, yo era un extraño.
Cuando llegué a su altura y la saludé, se quedó con un gesto de desconocimiento que le enrojeció la cara.
-  Perdona, no sé quien eres – me dijo enrojeciendo ahora mi cara.
Una de las que le acompañaba intentó aclarar el asunto diciéndole que si no me recordaba utilizando para ello el sobrenombre que utilizaban en aquellos años para llamarme. Para fortuna mía a ella se le cambió la cara manifestando el cariño con el que me recordaba  y lo que hubiera deseado que nos hubiéramos encontrado pues para ella tendríamos mucho de lo que hablar, que lamentaba que no iba a ser posible pues se marchaba a la mañana siguiente. Inocente que seguía siendo en mi madurez me bastaron aquellas palabras y el fuerte beso  con el que nos despedimos para que yo me marchará con otro ánimo.

Eché a andar y en la primera esquina giré y me detuve. No sabía qué hacer hasta que rompí a andar en dirección a la plaza en la que me sentaba aquellas tardes en las que esperaba inútilmente. Cuando llegué mis ojos buscaron inmediatamente el banco en el que siempre me sentaba. Y allí estaba, libre, esperándome como si fuéramos uno solo. Me senté otra vez en él sin esperar otra cosa que volver a sentirme el adolescente de entonces y sentir resbalar las lágrimas por mi cara.