No sé si ustedes valorarán la importancia de un zapato. Un buen zapato es pura ciencia, es fundamental para la salud de nuestros pies. No hay que olvidar que somos seres bípedos y todo el peso de nuestro cuerpo recae en nuestros pobres pies. Ustedes mismos habrán notado la diferencia entre llevar un mal o un buen calzado, este nos anima a andar, mientras que el primero parece obligarnos a pasarnos el día buscando un sitio donde sentarnos. Y qué decir del glorioso momento en el que llegamos a casa y nos desprendemos de ese mal zapato. Los pies parecen decirnos, “por fin” y suspirar por sí solos. El mundo parece mirarse de otra manera a partir de ese instante.
Pero no solo es la comodidad, es también la belleza. ¡Ah, la belleza! Reconozco que una y otra pueden estar reñidas. Esas sandalias de tiritas con tacón del número 9 que hacen que el pie se vea lindo, lindo. Pero no es solo el pie, sino la figura estilizada que te otorga, esos centímetros de más que te ponen. No es lo mismo ver el mundo desde arriba que desde abajo. Es una cuestión psicológica. Un poco de tormento al andar puede ahorrarte el Prozac. De pronto esos zapatos pueden hacerte sentir la mujer más sexy del mundo. Solo hay que entrar en una zapatería para que tus niveles de serotonina vuelvan a sus valores normales.
Se preguntarán ustedes por qué este interés en el calzado. Soy zapatero. Zapatero de los que arreglan zapatos. Por mis manos pasan al cabo del año centenares o miles de zapatos de todo tipo: sandalias, zapatillas, botas, botines, escarpines, borceguíes… No se los oculto, es un enorme placer para mí. Tener en mi mano algún calzado da sentido y gozo a mi vida, poderlo contemplar, acariciar y saber que yo soy su médico y que de mí saldrá perfectamente sano. ¿Fetichista? Quizás.
Por mi profesión estoy condenado a ello. Amar u odiar. Decidí amar. Paso la mayor parte de mi vida rodeado de ellos, oliendo a cuero, incluso la ubicación de mi zapatería parece predestinada para mí. Se encuentra en un semisótano y el ventanuco que se haya situado en lo alto de una de las paredes y que permite entrar una pequeña ración de luz a la habitación también me permite ver un ir y venir de zapatos. Esa es mi vida, arreglar calzado y contemplar ese desfile.
No puedo ver mucho más allá de su calzado, pero me basta con ello para identificar la personalidad de su dueño, incluso, por qué no, su fisonomía. Cada vez veo pasar ante mi ventana más calzado deportivo. No puedo discutir su comodidad, ni de que sus portadores sean personas seguras de sí mismas, independientes, anticonvencionales, pero yo no soy así, pienso que un zapatero fetichista solo puede ser alguien tradicional. El fetiche para mí tiene que ser algo sagrado, íntimo, necesariamente cosido al tiempo de la persona, necesariamente convencional y, necesariamente, femenino. Confieso mi predilección por los zapatos de mujer, como es mi predilección por el otro sexo. Es así, ya he dicho que soy un hombre convencional, un hombre convencional que disfruta de un cierto placer onanista al contemplar el pasear de zapatos y piernas. Me siento un perfecto voyeur introduciéndome en la intimidad de las mujeres que pasan ante mí a través de sus pantorrillas sin que ellas tengan constancia de ello. El tacón, en una mujer, indica su nivel de autoestima. Aquellas que usan el tacón bajito se deprimen con facilidad, mientras que la confianza crece en la misma medida que ese tacón lo hace y se va estrechando, mujeres seguras, firmes, decididas, muy femeninas, con energía y confianza en sí mismas y sin miedo a mostrar su atractivo y disfrutar de él; mujeres románticas, prácticas y ansiosas, dispuestas a tener éxito a cualquier precio. Son las mujeres ideales para soñar con ellas. Qué otro camino le queda al onanista que soñar. Soñar con la gran dama clásica de zapatos negros, la inocente de los blancos que te permite poner un punto de perversión en tu sueño, la atrevida del estampado leopardo con la que juegas un papel pasivo, disfrutar también de la servidumbre, y, sobre todo, sobre todo, la apasionada, sensual y segura de sí misma de los zapatos rojos. Fueron unos zapatos rojos que se paraban, para mi recreo, delante de mi ventanuco todos los atardeceres, a los que terminé fuertemente enganchado. Eran unos zapatos con tacones de aguja de los que terminé prendado. Ella no podía ser sino una mujer a la que no le daba miedo presumir de su sensualidad y feminidad y que no quería pasar desapercibida, y quizás, especialmente, no quería pasar desapercibida para mí. La imaginaba con un pelo negro azabache, las curvas justas, ni muchas ni pocas. Recuerdo que soy un hombre tradicional y que, por tanto, me gusta que haya donde agarrar, mejor que sobre que no que falte. Esa mujer y esos zapatos se instalaron en mis sueños, con ella hablaba, con ella gozaba, con ella convivía noche y día, me acompañaba allá donde fuera y fue para mí tan real como puedo ser yo.
Fue una tarde del mes de agosto, cuando me encontraba poniéndole tapas nuevas a unos zapatos bajo el aíre que despedía un ventilador de pie y que me ayuda a sobrellevar las fuertes temperaturas del verano, las campanillas de la puerta me hicieron levantar la mirada. Una mujer de unos veintitantos años entraba a mi establecimiento con una bolsa en la mano, un vestido minifalda engomado negro que dejaba contemplar más de la mitad de los muslos y que se ajustaba perfectamente a su cuerpo destacando con mucha sensualidad su curvatura. Seria, pero sin llegar a ser desabrida, manifestando sin más lo que debía de ser, una mujer de carácter, se acercó hasta mí y me explicó qué la había llevado hasta allí, se había roto el tacón de un zapato y necesitaba que yo lo reparara. Me entregó la bolsa que contenía el zapato y esperó mi diagnóstico. Cuando saqué la mano me encontré con un zapato de tacón de aguja terminado en punta y… rojo. El zapato rojo. Mi zapato rojo. Lo reconocí al instante, no podía ser otro. Él y yo habíamos compartido muchas horas, demasiadas, como para que pudiera pasárseme desapercibido. Solo entonces me fijé bien en ella, pelo negro azabache, ojos negros, con las curvas justas, ni muchas ni pocas, las suficientes para agarrarse, segura de sí misma y extremadamente sensual. Ella y él. Para mí aquel zapato tenía personalidad propia.
El corazón me dio un vuelco. Me quedé sin palabras y me costó escuchar y entender lo que ella me decía. Por unos segundos que se me hicieron eternos enmudecí. ¿Si tenía solución? Claro que sí. Haría todo lo que estuviera en mi mano para volver aquel zapato a su estado original. ¿Qué para cuando lo podría tener? Una semana, quizás dos. Prometía convertirlo en mi tarea prioritaria. ¿Cuánto podría costarle? No sabía. Poco. No se preocupe por el precio, le cobraré solo lo que considere razonable. Me hubiera gustado retenerla allí conmigo sin tiempo fijo, pero la soltura y decisión que mostraba en mis sueños se había transformado en una infinita torpeza. Conforme con mis palabras quedó en volver en siete días y se marchó. Las campanillas volvieron a sonar y la puerta se cerró tras ella. Yo quedé allí, con la mirada fija en el espacio que había ocupado, con el zapato rojo en una mano y el tacón en otra. Sin saber bien lo que hacía me llegué hasta la entrada y cerré la puerta. Todo desapareció a mi alrededor salvo el zapato y yo. Me senté y lo miré y remiré, lo acaricié con la yema de mis dedos, lo deslicé por la piel de mi cara, lo besé, olí su exterior y su interior y quedamos definitiva e intensamente unidos.
Lo confieso, a partir de ese momento mi faceta fetichista se disparó. Cada minuto de esos días los viví con y para ese zapato. Establecí con él una relación que antes me hubiera parecido inimaginable. Tarde poco en repararlo, pero ya aquella misma noche, a la hora de acostarme lo lamí por primera vez y esa práctica se convirtió en algo habitual. Saboreé cada uno de sus rincones. En el momento de la comida ese zapato fue el cáliz que me permitió comulgar con ese sueño, que me hizo realidad lo que pudiera parecer una fantasía. Y algunas otras cosas que no les relato por pudor. Seguramente muchos de ustedes pensarán que lo mío era, sencillamente, una enfermedad. Que yo era un degenerado. Fueron, sin embargo, los días más felices que había vivido hasta entonces, y ¿a quién hacía mal? Puede que en verdad fuese un depravado, pero solo un pobre depravado que estaba viviendo para una quimera.
Los días pasaron rápidos. Intensos pero rápidos. Y llegó la fecha en que aquella joven debía volver para recoger su zapato. Desde el momento en el que abrí toda mi atención se centró en aquella puerta. En cada momento en el que sonaba la campanilla mi corazón daba un vuelco. Despachaba rápidamente cada uno del resto de los servicios, no quería que me sustrajeran ni una décima de segundo de la atención que le debía a ella, pero ella tardaba en llegar. Los minutos y las horas pasaron, la mañana y la tarde sin que su figura apareciera por el marco de la puerta. Se acercaba la hora del cierre y el pulso se me aceleraba a la vez que la decepción. Me encontraba dispuesto a mantener abierto el taller el tiempo que fuese necesario, pero, al mismo tiempo, era consciente que podría tratarse de una espera inútil. Ella parecía que no iba a venir ese día. Unos minutos más allá de la hora de cierre la campanilla sonó.
Tenía que ser ella. Esperaba ver entrar por la puerta su figura juvenil y excitante. Tenía que ser ella, pero no lo era. En su lugar entró una mujer madura, de alrededor de cincuenta años, de pelo y ojos castaños, con cierto aspecto juvenil a pesar de su evidente edad. Mi frustración fue enorme, tanto que tuve que sentarme para evitar desvanecerme. Qué me importaba lo que quisiera aquella mujer, aquella impostora. Nada, tanto que tuvo que repetirme varias veces que venía a recoger un zapato para que yo le prestara atención. Me alargó un recibo de recogida que yo miré con desgana. Era el del zapato rojo.
No puede ser, este zapato no es suyo. Claro que lo es. No es verdad, recuerdo perfectamente a la mujer que lo trajo, era muy joven… Era mi hija y el zapato es, mío. Quedé completamente descolocado, aquella no era la mujer que yo había imaginado, no era la mujer de mis sueños. No era la mujer con la que yo había fantaseado. Fui a por el zapato con lentitud, sin saber bien que actitud tomar. Con ese desconcierto le entregue el zapato rojo. Ella lo revisó bien y pidió probárselo antes de pagar. Se sentó en el banco que tengo allí para ese uso y cuando se descalzó del que llevaba fue como si un clic sonará en mi interior que me despertó del letargo. ¿Me deja que la ayude? Por supuesto. Me arrodillé ante ella, cogí su pie entre mis manos, levemente, casi imperceptiblemente acaricié su talón, introduje sus dedos en el zapato y entonces me sentí como el príncipe de Cenicienta. Cualquier otra persona se borró de mí para que todo quedara señoreado por aquella mujer madura que nunca hubiera imaginado. Solo entonces lo comprendí, de quien verdaderamente yo estaba enamorado era de aquel zapato rojo de tacón de aguja.
Desde abajo, sin pensarla, me surgió
una pregunta. ¿Está usted casada? Soy divorciada. El rostro se me iluminó. Prefiero dejarles a ustedes que imaginen lo
que siguió.
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