Decir que la ley para
legalización de la eutanasia sólo pretende ahorrar costes es una simpleza de
tal grado que resulta insultante para aquellos que la defendemos desde hace
bastantes años como, incluso, para aquellos que lo enuncian. La simpleza de la afirmación
denota a la vez simpleza intelectual, pero resulta imposible que toda la gente
que la argumenta crea en ella en realidad. Por muy alejado que pueda estar yo
de esa posición ideológica me resulta imposible creer que esa pobreza sea
masiva, lo que ocurre es que pensar esto lleva a creer que determinadas
personas mienten conscientemente por mandato superior o, también, para hacer el
mayor daño posible al contrincante difamándolo gravemente con la esperanza de
que en ese juego siempre habrá personas que aceptarán esa barbaridad.
Buena parte de las personas que
critican esa legalización utilizan como primer argumento, y a veces único, para
esa crítica, el que para la defensa de la legalización se expone siempre un
caso extraordinario como el de Ramón Sampedro o María José Carrasco
pretendiendo insinuar con ello la inexistencia del problema como tal en España
ya que no existen casos de manera ordinaria que parece ser la única realidad
que exigiría la promulgación de una ley sobre el asunto. Esta insinuación es
falsa en dos aspectos, uno, sí existe esa realidad ordinaria aunque se trate de
personas que no salen en los medios de comunicación, es, por ejemplo, mi caso,
enfermo de esclerosis múltiple secundaria progresiva, en la actualidad afectado
por una tetraplejia y que no descarto una posible utilización de esa eutanasia
en un futuro; dos, en el hipotético caso, que de hecho no es tal, de que se
tratara de casos “extraordinarios” no deja de ser necesaria la legalización
aunque fuera para ser aplicada de modo muy puntual.
El mayor de los argumentos en
contra de la eutanasia es el de que la vida humana no nos pertenece a nosotros
sino a Dios, un Dios construido a nuestra imagen y semejanza y no a la inversa;
se trata, a mi juicio, de la necesidad del ser humano de un ser superior que
determine lo que hay que pensar y hacer y nos libere de nuestra responsabilidad
de hacerlo por nuestra cuenta, no deja de ser el miedo a la libertad, miedo que
se hace presente en nuestra sociedad más allá de lo religioso y que se pone
de manifiesto por la incomodidad que
supone la figura de la persona librepensadora. Se trata de un Dios
contradictorio con el comportamiento humano, ¿qué haría la persona ante una
situación límite en la que se viera forzada a abandonar a otra moribunda pero
que en la soledad sería devorada por animales carnívoros o torturada hasta la
muerte por el enemigo? ¿La abandonaría viva o la ejecutaría para evitarle el
sufrimiento? ¿A quién pertenece esa vida? ¿No sería más coherente al aparente
dogma de una vida intocable abandonarla con vida a su suerte? ¿Qué hacemos
todos cuando nuestro perro tiene una enfermedad incurable que le está
suponiendo sufrimiento y aumentará en el futuro? ¿Lo llevamos al veterinario
para evitarle ese sufrimiento y que pueda morir en paz? ¿Lo hacemos porque lo
queremos o porque ya nos es inútil? La cercanía biológica entre nosotros y el
perro es infinitamente menor que la que pueda existir entre nosotros y ese Dios
que vigila cada uno de nuestros actos y, podemos suponer, que él (o ella) tiene
una capacidad de amar también infinitamente superior a la nuestra. ¿Qué hará
ante nuestro sufrimiento irremediable? Realmente es Dios el que nos prohíbe esa
decisión o somos nosotros los que preferimos no mancharnos las manos y evitar
tomar una decisión tan dura.
Ante toda esa complejidad los
antieutanasia responderán con la solución ideal: los cuidados paliativos. Es
necesario mantener y mejorar esos cuidados, pero siempre habrá realidades a las
que estos cuidados no pueden llegar y, por lo tanto, evitar. Cuando yo llegue a
una situación como la de María José Carrasco y no pueda mover nada ni
prácticamente hablar qué harán los cuidados paliativos, ¿bastará con decir, es
un caso extraordinario, y ya está? Cuando año tras año mi mujer y yo hayamos
envejecido y yo me encuentre agotado y dolorido de sufrir día a día y momento a
momento la carga que sí o sí, por mucho que me quieran, supondré para mi
familia qué podrán hacer los cuidados paliativos. Cuando me encuentre agotado
de vivir y, también literalmente, de respirar, qué podrán hacer los cuidados
paliativos. Cuando el dolor neuropático aumente y la morfina no sea suficiente,
qué podrán hacer por mí los cuidados paliativos. Son importantes, son necesarios,
pero no son suficientes.
El dolor y el sufrimiento no es
un valor para nada. Crear un Dios que no se conmueve por el sufrimiento humano
y que no se escandaliza ante la torpeza del ser humano que llega a
transformarse en sadismo y que además se lo atribuyen a él es muestra del
escaso o falso razonamiento del ser humano y de como permitimos el dolor de nuestros
semejantes sin querer implicarnos en su resolución, la banalidad del mal se
encuentra más extendida de lo que parece. Creemos que nada nos incumbe del
sufrimiento ajeno mientras la ley nos permita mantenernos indiferentes y sin
mácula, creemos. Vivir es, casi siempre, un privilegio, pero la vida puede ser
larga y morir es el final, pero también forma parte de esa vida, una vida que
hay que tenerla con dignidad desde su principio hasta su fin, un fin que debería
ser siempre con posibilidad de despedida y en calma, un fin también con la
misma dignidad.
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