PRIMER DÍA DE CLASE
Éramos
nosotros los que de nuevo nos abrochábamos el babi y volvíamos a la escuela.
Éramos los que nos íbamos a la cama con los nervios del principiante. ¿Qué
sentirá cuando quede allí sólo? ¿Llorará? ¿Sufrirá? ¿Reirá? ¿Cómo será su
maestra? Cada uno de nuestros hijos era el principio y el fin de ese día. Con
el corazón encogido llegamos al colegio y medimos cada uno de sus gestos, con
ese nudo lo llevamos de la mano hasta la puerta del colegio y en esa mano que
apretábamos queríamos contagiarle la fuerza, la seguridad y la confianza
necesarias para que afrontara con éxito ese primer reto que la sociedad le
planteaba. Contagiar la fuerza, la seguridad y la confianza que tan a menudo
nos falta a nosotros. Y allí estaba ella, la maestra, Antonia, y sólo ante ella
soltamos la mano de nuestro hijo para dejársela en depósito, confiándole
aquello que más precioso tenemos. “Ahí lo tienes, también es tuyo, cuídamelo”
parecíamos decirle con la mirada, aguantando quizás la lágrima que él no había
llegado a derramar. “Vamos a compartirlo por unos años”.
Pasamos
el día consultando el reloj, ansiando el momento del reencuentro; la primera
mirada, el primer gesto con el que saldría de clase, y tras él acudiríamos
ansiosos a Antonia esperando que nos hiciera participes de ese tiempo que había
pasado lejos de casa, cortando un poco más el cordón umbilical que le unía a
nosotros. Tras ese primer día vendrían otras esperas al salir de clase, otros
gestos diferentes, sueño, a veces enfado o llanto, las más alegría por el reencuentro
y el tiempo compartido con sus compañeros, muchos y variados gestos y ella
siempre estaría allí, dónde acudir cada día para conocer, para hacernos más
presentes de lo que podemos ser, y estaría siempre allí, compartiendo nuestro
hijo; de alguna manera, compartiéndolo para siempre.
EL EJERCITO DE LOS BABIS
Asomado a la verja del patio
contemplé un ejercito de babis caminando en hilera tras Antonia. Eran babis
multicolores cada uno enganchado a la espalda del otro. Para ellos Antonia
siempre estará unida al babi, a su babi; siempre unido al juego y al trabajo,
al disfrute y a la faena, a la infancia y a su maestra. Será la persona que
cada mañana frente a él le enseñó a abrochar botones, a casar cada botón con su
ojal correspondiente y en el futuro, cuando la vida le exija abrochar otros
“botones”, quizá recuerde que al fin y al cabo, todo consiste en buscar con
serenidad, con atención, el ojal más adecuado para cada botón que nos surge en
el camino, lograr, al fin y al cabo, que el babi (que la vida) no se nos quede
cojo, como no se cansaba de repetirle, cuando era un mocoso, su maestra
Antonia.
LA SIESTA
Había
tardes que salía con los ojos enrojecidos y ligeramente velados por el sueño,
esa tarde ya sabíamos que daría batalla. No siempre conseguía conciliarlo, a
menudo daba vueltas y más vueltas sobre su colchonetilla; levantaba su cabeza
para otear al resto de los compañeros, reía, implicaba al compañero de al lado
en su vigilia. Antonia le pedía silencio mientras intentaba gobernar el reposo
vespertino de los más pequeños del colegio.
A
menudo no se dormía, pero cuando lo hacía construía castillos de sueños en los
que él siempre salía airoso y con los sueños de los demás tejían una red de
fantasía en la que poder librar los más duros combates contra el miedo.
Aquellas tardes salía todavía somnoliento pero crecido y victorioso; con la
mejilla enrojecida por la presión contra el cojín y el corazón encendido por
las aventuras vividas. Al abrir las
puertas del aulario Antonia se asomaba capitaneando una tropa de guerreros con
las pilas recargadas por el sueño dispuestos a librar mil y unas batallas.
Niños al fin, eternamente batalladores.
UN CARGAMENTO DE ARENA Y DE PIEDRAS
¿Quedará
arena en el patio o definitivamente habrán acabado estos fieras por llevársela
toda? Siempre nos hemos preguntado eso cuando hemos quitado la zapatilla de
deportes y varios montones de arena han caído sobre la alfombra, o cuándo hemos
sacado el caramelo o el tazo del bolsillo del pantalón todo rebozado en tierra.
Han recogido a puñados esa arena con la ansiedad de quien recoge el momento de
gozo del recreo para guardarlo para siempre, queriendo llevarse a casa para la
eternidad el momento del juego, apresar el tiempo y que la infancia nunca se
escape. Hemos volcado montañas y montañas de arena sobre nuestras casas,
decenas y d
ecenas
de piedras guardadas como un tesoro en el fondo de los bolsillos; el recuerdo
de la libertad y la alegría del recreo. Se le iluminaba la cara cuando
encontraba la piedra perfecta, aquella que guardaría para siempre, aquella que
daba sentido a todo su día, aquella que le hacía cambiar su expresión por la
tristeza cuando se echaba la mano al bolsillo y descubría que estaba vacío.
¿Dónde estaría ese guijarro histórico y personalísimo? Nos gustaba imaginar que
después de idas y venidas de preocupación en busca del arca perdida, alzaba la
vista y la sonrisa volvía a su rostro al descubrir otra sonrisa, la de Antonia,
y una mano abierta acercándole su piedra.
EL CORRO
Ha
llegado el momento de contarse como les va la vida, los grandes acontecimientos
épicos que jalonan su cotidianidad casera. Un suceso minúsculo adquiere la
categoría de colosal porque así fue la emoción con la que lo vivió; él aguarda
inquieto el momento en el que se convertirá en el centro de atención del corro,
entonces buscará las palabras adecuadas escarbando entre su todavía corto
vocabulario. Las palabras no siempre saldrán triunfantes por su boca, a menudo
jugarán al escondite debajo de la lengua o en lo alto del paladar, otras saldrán
aturulladas peleando entre si en un orden sin sentido; mientras tanto buscará
con sus ojos la mirada de Antonia a la espera de que ésta corrobore con un
gesto la emocionante historia que cuenta. Es esa necesidad de contrastar su
intervención lo que les une a todos, al que requiere atención y al que se
esconde; al que brilla hacia fuera y al que conserva el brillo en su interior,
al que hay que estimular y al que hay que ponerle freno; al que domina las
palabras y al que es rey de los sentimientos, todos se volverán hacia ella
buscando el gesto que les invite a seguir hacia delante; unas veces será una
risa, otras será un aplauso, también será la expresión de sorpresa o un
escalofrío de miedo; a menudo será una palabra o un pequeño gesto el que
bastará para dar alas a la confianza. Están aprendiendo a tomar la palabra y a
escuchar la de los demás, están aprendiendo a ser ellos mismos, a romper el
cascarón que les pueda quedar y abrirse plenamente hacia el mundo.
-Todos
somos importantes, yo soy importante, mi palabra es importante, –sentirá- , no
puede ser de otra manera, estoy seguro; hoy me ha guiñado un ojo.
LAS PRIMERAS LETRAS
La
p con la a, pa; la p con le e, pe; la pe con la i, pi... Rodean la mesa de
Antonia equipándose de las herramientas necesarias para leer la vida por si
mismos. En esa cartilla en la que ahora balbucean Antonia les está entregando
la llave que les abrirá de par en par las puertas de su mundo, a través de la
cual la vida irá y vendrá escrita en un papel.
La
eme con la a, ma; la eme con le e, me; la eme con la i, mi... El futuro se
construye a golpe de sílaba y palabra y en cada uno de esos golpes les está
entregando su propia autonomía, la piqueta con la que derribar los muros que la
vida irá poniendo delante; las alas con las que podrán elevarse por encima de
las tapias y contemplar un horizonte que de otra manera no hubieran conocido.
Si hay un momento esencial en la larga vida escolar de cada uno es el del
momento de aprender a leer; si hay un nombre que queda imperecederamente asociado
a lo que cada uno es al final de su escolaridad es el de la maestra (o el
maestro) que puso los cimientos de la lectura. Ese nombre para ellos y ellas es
el de Antonia.
OTRAS LECCIONES
Hay
lecciones que no vienen en los libros, ni en los boletines oficiales, ni en los
diseños curriculares; son lecciones de las que uno de pequeño ni siquiera es
consciente de ellas, tienen que pasar los años y aparecer las cicatrices y las
arrugas para que entonces se nos hagan conscientes. Son lecciones de humanidad,
las que libra la persona a veces contra sus propias limitaciones; son las que
da el estar ahí, batallando, intentando, insistiendo. Con el tiempo las
pequeñas cosas se van agigantando frente a los grandes alardes; son esas
rutinas las que han fertilizado la tierra sobre la que crecemos, las que
terminan poniendo frente a frente a una persona con otra, las que nos despojan
de los papeles en que nos escondemos a veces, las que nos liberan de las
cárceles en las que ocultamos nuestros miedos. Es la huella que la humanidad
deja en el niño la que educa más y especialmente en los albores de la vida
cuando todo es una playa virgen sobre la que dejar nuestra huella. Serán esas
señales las que se recordarán después y las que harán evocar estos tres años
con ternura y agradecimiento. Son esas huellas, Antonia, las que forman parte
del camino que les llevará hacia el mar del futuro.
LA GRAN FUNCIÓN
Se abrieron las puertas y entraron
las madres y entraron los padres. La unión hace la fuerza. Cada uno puso
aquello que pudo. Todos pusieron su tiempo y su ilusión. La clase de Infantil
de 5 años se convirtió en un taller de convivencia. Allí cabían todos. Con una
pizca de sabiduría, muchos kilos de voluntad y de ánimo y cantidades
incontables de cariño se fue construyendo la obra. El miedo fue sustituido por
la confianza, la distancia por el acercamiento, el silencio por el diálogo y de
esa tierra fértil brotó un árbol alrededor del cual corretearon ángeles,
pastores, reyes, pajes y demonios. Era el fruto del compartir. Era el árbol de
la comunidad.
El
resultado: la gran baba. La gran baba llenó el patio de butacas de la escuela
de Magisterio, baba de padres, baba de madres, baba de hermanos y abuelas...
baba de Antonia.
UNA DE PIRATAS
“Ron,
ron, ron, la botella de ron”. Un batallón de piratas ha desembarcado en el
Carnaval del 2002 y ha tomado la Isla del Tesoro. Hay de todo, fieros piratas
que, como quien dice, acaban de abandonar el chupete; valientes bucaneros que
todavía por las mañanas mojan la cama; bravucones corsarios a los que les
cuesta conjugar un verbo como deben. Avanzan coreando canciones de lucha ante la mirada emocionada
y orgullosa de sus madres. ¡A la toma del colegio! ¡Al abordaje!
En
la Posada del Almirante Benbow Antonia les espera guardando las llaves del
cofre en el bolsillo de su bata; el cofre que les abrirá en cuanto lleguen a la
clase sedientos y enardecidos; el del tesoro más preciado, aquel que cuanto más
se posee más lejos se encuentra uno de poseerlo todo; aquel que se convierte en
una aventura en si mismo: la sabiduría.
LA DESPEDIDA
Andaba
recogiendo los últimos enseres personales que todavía quedaban en el aula; ya
había bajado las persianas lo suficiente para que sólo una tenue luz iluminara
la clase. Se encontraba sola, recreándose en el momento del adiós. A pesar de
que tenía deseos de que llegara este momento no podía evitar cierta melancolía
por lo que dejaba atrás. Al equipaje de recuerdos no le faltaba de nada,
momentos dulces, amargos, ilusiones, frustraciones, risas... lágrimas. Era la
vida misma con sus claroscuros la que había tomado posesión de aquella
estancia. Atrás habían quedado también pequeñas despedidas, unas más formales,
otras más afectuosas; todo tipo de palabras, también las de aquellos que sin
saber qué decir expresaban su sentir con la mirada. Se encontraba a punto de
cerrar una puerta de su vida y de abrir otra nueva en la que vivir nuevas
ilusiones con la serenidad que dan los años. Se le abría ante sí un tiempo en
el que hacer un buen uso de la lentitud, saborear la vida sin prisa también en
el atardecer. Recogida la última pertenencia volvió la vista atrás para echar
la última mirada con la que decir adiós a todo aquello y se dispuso a salir del
aula, entonces oyó una carrera en el pasillo acercarse presurosamente a la
puerta y abrirla de golpe, en el vano de la puerta una pequeña con la
respiración agitada se plantó ante ella con una sonrisa de oreja a oreja.
-
Te estaba buscando.
Se
acercó a ella y alzó los brazos hasta su cuello para colgarse de él depositando
un sonoro beso en la mejilla.
-
Hasta siempre – giró sobre sus talones
y a toda velocidad se dirigió hacia la calle.
Ella
cerró la puerta tras de sí con la sonrisa colgándole del beso. Decididamente
éste sí había sido un buen punto y aparte.
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