Hace unos días vi la película de Julian
Schnabel “la escafandra y la mariposa” basada en el libro del mismo título cuyo
autor fue Dominique Bauby que sufrió un síndrome de cautiverio
cerebral tras padecer una lesión del tronco encefálico. En dicha situación el
paciente está alerta y despierto pero no puede moverse o comunicarse
verbalmente debido a una completa parálisis de casi todos los músculos
voluntarios en el cuerpo excepto, como mucho, los ojos. El enfermo se ve
enclaustrado en su propio cuerpo. Puede ver y oír pero no puede hablar ni
realizar cualquier otro movimiento, la incomunicación es total salvo que pueda
establecerse una vía a través de los movimientos de los párpados.
Mi esclerosis múltiple no llega a
ese extremo pero poco a poco se va acercando. No llegará al mismo, al menos
quedará el lenguaje verbal, la principal característica que diferencia a los
humanos del resto de los animales. No obstante, la sensación de encontrarse
cautivo en el propio cuerpo puede que sea inevitable, ya por fin convertido en
mero espectador. En ese momento puede sentirse que la propia vida sobra, pero
no la ajena, especialmente la vida en flor, la infancia que te mira
sorprendida, puedes todavía ser protagonista en la sorpresa. Inmóvil, en silencio,
te has convertido en el centro de atención para ellos y ellos para ti, su
pujanza vital es puro espectáculo. La juventud, el genio que palpita en ella,
la ilusión que tú dejaste atrás y que observas con condescendencia y cierta
envidia. No te sientes con la dureza suficiente para quebrar ese sueño, no
estás convencido de su imposibilidad y de la inutilidad del esfuerzo. Quizás
todo pueda haber quedado en la inutilidad de tu vida para alcanzarlo. Escuchas
el eco de tus palabras y a veces dudas de su sentido, temes que sólo sean
sonidos vacíos. Sólo puedes transmitir pequeñas lecciones de andar por casa, el
decaimiento físico pone en evidencia que también nuestra grandeza, si llego
existir, decae, es la humildad lo que te enseña esto, lamentablemente en la segunda
mitad de tu vida; es entonces cuando puedes deslindar el trigo bueno del malo,
la mies sucia de la limpia, en ese esclarecimiento puedes irte quedando solo,
por ley de vida, es la vejez o la muerte la que acude a separar los verdaderos
amigos de ti, o puede tratarse de otra no menos ley vital: la huida del dolor,
el miedo a ver el futuro que está aguardándote. Son esas lecciones de quién es en verdad el
pequeño y quién el grande, qué es riqueza y qué engaño, cuándo camino hacia
delante y cuándo hacia atrás, cuando está justificado el orgullo y cuándo la
vergüenza, cuándo es el largo túnel que lleva a la salida o el corto que
desemboca en un laberinto. Es únicamente eso lo que puedes ofrecer: palabras,
diálogo, escucha; algo devaluado hoy en día en el tiempo del mensaje breve, en
el que a ti, con facilidad, te podrán tildar de abuelo cebolletas.
Puedes encontrarte atrapado en tu
cuerpo, pero este, inmóvil, sigue estando ahí, y con él el deseo. El deseo del
cuerpo en la otra persona. La juventud, la belleza del cuerpo humano en su
mejor momento, poder contemplar su desnudez, el lento descubrimiento de la
piel, de cada centímetro, de los rincones ocultos, el espectador privilegiado
de la Venus, de Afrodita. Una caricia, un beso, una mirada tierna, Apolo
inmóvil sufriendo en sí mismo la cercanía de la muerte con el único instrumento
que tiene para ello: la imaginación, la cuerda a la que te agarras para no
terminar de caer, para creer que no estás solo, que todavía la vida te regala.
El pozo de agua en el que intentas en parte saciar tu sed.
Y con él la memoria, el recuerdo
de aquello que te hizo feliz. Atrapado en este cuerpo, con una frágil memoria,
sólo lo emocional es capaz de aportarme pequeños momentos de felicidad: la
infancia de mis hijos, el recuerdo de su cuerpo en mis brazos, la casi vivida
sensación del contacto con mis manos, el peso, su olor, su cabeza sobre mis hombros,
los momentos de juego, el tiempo de lectura antes de dormir, las madrugadas en
vela; tantas sorpresas y regalos que mi
mujer me ha aportado, tanto tiempo, tanto esfuerzo dedicado; el recuerdo de las
personas han sido importantes en mi vida, ya sea unos días, unas semanas, unos meses, unos
años; aquellos momentos en los que he llorado de emoción; el cariño que percibo
a mi alrededor. Ese recuerdo que suaviza tu vida al mismo tiempo que te hace
más pesado ser una carga.
Enclaustrado en el cuerpo es
contemplar la belleza, la alegría de vivir, su fuerza y dinamismo, lo que puede
hacer merecer la pena un nuevo minuto de vida y los recuerdos placenteros que
siempre otras personas te han aportado en el pasado los que justifican el
tiempo transcurrido a pesar del dolor y las lágrimas que también han podido
acompañarlo. Belleza y alegría, fuerza y dinamismo, la deidad que ha recorrido
y recorre contigo esa vida.
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