El
verdadero daño que la política interna de disciplina de voto impone en los
partidos políticos no se encuentra en el acto de votar en sí sino en todo lo
que esa política genera en el antes y en el después del aparato en sí mismo y de
cada una de las personas que lo integran. La política de un único voto impone
también una única manera de pensar. La toma de una decisión debe suponer todo
un proceso anterior en el cual se ha de considerar seriamente el asunto con el
fin de llegar a formarse una opinión sobre el mismo, opinión que lleve a una
decisión concreta. Este proceso inevitablemente se ha de realizar con el único
instrumento que tenemos para ello: la palabra. Razonar supone utilizar esa
palabra para analizar con la mayor profundidad posible los pros y los contras
de una decisión, las distintas caras de un asunto, las convicciones que tenemos
y las consecuencias que de las mismas se pueden derivar y que, responsablemente,
hemos de asumir. Sin ese proceso mental no hay razonamiento ni, por supuesto,
comprensión del mismo. En política este juicio ha de finalizar con la expresión
del mismo planteando la decisión tomada y justificándola en base a las
argumentaciones realizadas, justificación que ha de ser convincente en la
medida en que ha de llegar a un público al que se le ha de persuadir para que
tome una decisión concreta en el momento de las elecciones. Los dos momentos,
razonamiento y expresión de ese razonamiento, han de ser coherentes ya que el
discurso hecho público ha de ser convincente. La obligación de verbalizar en un
sentido determinado supone pues la necesidad de asumir aquello que se verbaliza
para no caer en contradicciones, es decir, es necesario que la actuación sea
convincente para que seduzca al electorado potencial y, al mismo tiempo, para
que nos convenza a nosotros mismos. Verbalizar de forma reiterada algo con lo
que no estamos de acuerdo nos puede generar un desequilibrio que debemos
corregir pues no hacerlo supone aceptar como comportamiento habitual una
actitud de hipocresía, para ello debemos aceptar como válida esa decisión y ese
razonamiento. Es difícil que tras un razonamiento determinado podamos aceptar,
con frecuencia, una decisión opuesta al mismo. Si esto se repite (las
motivaciones pueden ser a menudo espurias) la solución más cómoda puede ser la
renuncia al acto de pensar y mantenerse a la espera de la decisión colectiva,
decisión que, en la práctica, supone la de una jerarquía asumida como tal. Es
decir, la disciplina de voto puede implicar una renuncia al acto de pensar.
La
aparición de una jerarquía trae consigo que la renuncia suponga un acto de
seguidismo. Es el líder el que piensa y son los militantes los que obedecen. No
de otra forma puede entenderse el mantenimiento de Antonio Hernando como
portavoz del PSOE en el Congreso de los diputados siendo capaz de defender una
postura y su contraria. La persona se encuentra al servicio del aparato y dice
lo que este le ordena. Uno puede preguntarse cual de las dos posiciones
realmente es la suya, si es que lo es alguna de ellas. Este comportamiento no
es exclusivo del portavoz sino que lo es de todo el grupo parlamentario
extendiéndose no solamente a una disciplina de voto sino también a lo que
podríamos llamar una disciplina del aplauso. En los momentos establecidos
alguien inicia ese aplauso y todo el grupo, a una, lo acompaña. No es necesario
escuchar, únicamente es necesario formar parte disciplinada del coro que
aplaude o abuchea según se le diga. El político ha de ser la voz de la
organización y esa voz ha de ser una, para eso está el argumentario que se les
entrega. No sólo es necesario transmitir la misma idea sino que también es
necesario hacerlo, a ser posible, con las mismas palabras. Uno se despierta con
aquello que debe pensar y decir por lo que le ahorra ese esfuerzo. El aparato
transmite un virus: la pereza de pensar. En la práctica esto supone la ausencia
de debate en los órganos internos y en el partido en general. El debate es
riqueza, su ausencia es pobreza. Destacar la ausencia de intervenciones en los
comités de un partido como signo de homogeneidad del mismo y por lo tanto de
valor, significa resaltar los defectos y denostar las posibles virtudes. Así se
hace con la ausencia de intervenciones en los órganos del Partido Popular. Ver,
oír y callar en los órganos
internos y aprender para transmitirlo al exterior.
Todo
esto, es evidente, potencia un determinado perfil del militante. No todo el
mundo acepta de buena gana ese papel. En el partido se genera una selección que
lleva a primera línea a las personas dispuestas a ese comportamiento y desplaza
al exterior hasta llegar a expulsar si es necesario a las personas
problemáticas que puedan poner en cuestión la línea oficial. Quien se mueva no
sale en la foto. Es necesario un tipo de gente capaz de transmitir con la misma
convicción lo blanco y lo negro, una posición y su opuesta, siempre con el
mismo criterio, aquello que en ese momento beneficia al partido. Se le pide la
voz, no el cerebro. Aquel que plantee unos mínimos problemas de conciencia no
tiene duda en ese mundo. El mensaje simple no sólo se elabora para facilitar su
asimilación por el público, sino quizás porque el transmisor no es capaz de
elaborar algo más complejo. Los matices no pueden existir, los interrogantes no
existen sólo puede haber respuestas certeras, directas, agresivas con el otro,
soluciones infalibles, aunque parafraseando a Groucho Marx, si no le gustan
estas respuestas, llegado el momento, tendremos otras.
Hemos
asistido a la devaluación de la palabra. La palabra ya no tiene valor, no
importa mentir si es necesario. Uno debe aprender a mentir si quiere prosperar
aquí, mentir sin modificar el gesto, haciéndolo con entereza. La promesa forma
parte del teatro y su incumplimiento ha de ser también aplaudido por el
público. Es necesario el ruido, el énfasis, el grito, el contenido es lo de
menos, si el que dirige lo pide habrá que aplaudir disciplinadamente.
Es
evidente que esta disciplina de voto puede tener sus beneficios al simplificar
la posición de un partido. El electorado valora la unidad y no las
contradicciones. El problema surge cuando estas posiciones únicas se solapan y
se hace necesario buscar las diferencias como sea. Establecer la libertad de
voto (que defiende el texto constitucional) obligaría a muchos cambios en la
ley electoral y en los ordenamientos parlamentarios. Sería la hora de
preguntarse si un grupo parlamentario ha de tener un portavoz único o han de
ser varios en función de lo que se defienda y de la posición personal de cada
uno. Sería el momento de establecer las listas abiertas en las elecciones para
poder votar a personas concretas y no a un bloque ordenado por el aparato del
partido. Y el de plantearse la cantidad de nuestros representantes y su
función. Para actuar como un rebaño es excesivo su número pues carecen de una
función representativa concreta. Da la impresión que se les está pagando un
sueldo importante para nada. Nuestros parlamentos puede ser, en realidad, una
imagen bien representativa de todos nosotros. Pensar es molesto y resulta mejor
si alguien nos facilita los argumentos que queremos exponer. La representación
de mediocres sólo puede hacerse de forma ajustada por otros mediocres. La
inteligencia es incómoda y sólo es admisible en la periferia de nuestras
instituciones y de nuestra vida.
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