La llamaban Marta la Raposa desde siempre
y no se sabía bien por qué, pero su vestimenta estrafalaria y su comportamiento
extraño la distanciaban de los demás. Era conocida su absurda manía que hacía reír
a todos, presumía de guardar en pequeños frasquitos los buenos momentos que la
vida le iba deparando: las fiestas a las que había acudido pero más las que
ella había organizado, las que le habían hecho reír y llorar de emoción, los
sucesos que le habían conmovido, los paisajes que le habían dejado sin
respiración, los besos que habían recorrido su cuerpo entero, de arriba a
abajo, dejando en él pequeñas llamas encendidas, las palabras que había
escuchado o leído y que habían despertado en su cabeza las ideas que ella
aseguraba le habían hecho crecer. Guardaba en la estantería de su cuarto una
colección con estos frasquitos que iba aumentando con el paso de los días. Una
locura más, estaba claro, a nadie con dos dedos de frente se le podía ocurrir
que aquellos frasquitos contuviesen algo más que simple aire, aire mondo y
lirondo que nada recordaría cuando se abrieran, que nada haría revivir.
Así pensaba la mayor parte de su pueblo,
especialmente las personas vecinas:
Eso pensaba doña Sofía, siempre tan exacta
y tan cumplidora, midiendo cada gesto y cada palabra. Tasadora de esfuerzos,
siempre cicateando sonrisas y achuchones, huérfana y avara de mimos.
Del mismo modo opinaba don Sebastián el
prestamista, siempre racaneando monedas y favores, ya desde pequeño contaba sus
besos y los concedía como si fueran préstamos a devolver con interés.
Lo mismo que no dejaba de propagar
Manuela, la beata, presta a escandalizarse y a publicitar el escándalo, reina
de los dimes y diretes. Una inmaculada servidora del templo que se alimentaba
del veneno que transmitía.
Todo ello era recibido por don Ángel con
gesto severo, siempre tan circunspecto y prudente, tan silencioso en sus
palabras y tan expresivo en sus miradas. Respetable censor con el juicio y la
sentencia preparados de antemano.
La vida transcurría en una calma
tranquilizadora para todos ellos, agrupados en el bando de los justos
regodeándose en ventilar ya fuese bulo o verdad de cualquiera de la proclamada
facción de los pecadores entre los que se encontraba, como no, Marta, la
Raposa. A saber qué era lo que había vivido y que con tanto empeño quería
recordar.
Los días y las noches corrían para todos,
unos manteniendo el orden y otros anhelando cierto desorden, hasta que una
tarde, mientras algunos disfrutaban de una siesta de pijama y orinal, ocurrió
el desastre, la tierra, cansada quizás de ese orden decidió que era necesario
removerlo. Todo tembló en el pueblo, hubo paredes que se vinieron abajo y
muchos muebles danzaron hasta caer, como hizo la estantería en la que Marta
guardaba sus frasquitos.
Sólo fueron unos pocos segundos pero a
Marta le pareció una eternidad desde el momento en el que oyó un estruendo de
madera y cristal. En cuanto la tierra se aquietó salió corriendo hacia la
habitación donde se encontraba su
colección de tarros. Cuando llegó a la puerta y contempló el desaguisado
que se había provocado lanzó un grito mezcla de llanto y pavor y cayó de
rodillas en el suelo sollozando presa del desconsuelo. Su locura había tocado
fin, la misma inexplicable locura que llevó a Sofía a abalanzarse y cubrir de
besos a la primera persona con la que se encontró, a Sebastián a llevarse a
casa al mendigo que habitualmente pedía limosna al lado de ella y compartir con
él el dinero y los alimentos que guardaba, a Manuela a ir suplicando perdón a
todas y cada una de las personas a las que había mancillado y a desencadenar en
Ángel la incomprensible necesidad de confesar sus abundantes debilidades,
contradicciones, ruindades y perversiones.
Sorprendió a todos
pero en primer lugar a ellos, fue una ráfaga como de viento que no se sintieron
capaces de decir de donde vino la que se introdujo en ellos y fue capaz de
remover algo muy profundo de lo que desconocían incluso su existencia, un aroma
que no fueron capaces de explicar, algo de lo que se sintieron contagiados, que
no reconocían como suyo pero que los empujó a esos comportamientos, un vendaval
de locuras a las que nunca se sintieron tentados pero que alguien había dejado
sueltas.
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