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domingo, 27 de abril de 2014

LOS FRASQUITOS


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La llamaban Marta la Raposa desde siempre y no se sabía bien por qué, pero su vestimenta estrafalaria y su comportamiento extraño la distanciaban de los demás. Era conocida su absurda manía que hacía reír a todos, presumía de guardar en pequeños frasquitos los buenos momentos que la vida le iba deparando: las fiestas a las que había acudido pero más las que ella había organizado, las que le habían hecho reír y llorar de emoción, los sucesos que le habían conmovido, los paisajes que le habían dejado sin respiración, los besos que habían recorrido su cuerpo entero, de arriba a abajo, dejando en él pequeñas llamas encendidas, las palabras que había escuchado o leído y que habían despertado en su cabeza las ideas que ella aseguraba le habían hecho crecer. Guardaba en la estantería de su cuarto una colección con estos frasquitos que iba aumentando con el paso de los días. Una locura más, estaba claro, a nadie con dos dedos de frente se le podía ocurrir que aquellos frasquitos contuviesen algo más que simple aire, aire mondo y lirondo que nada recordaría cuando se abrieran, que nada haría revivir.

Así pensaba la mayor parte de su pueblo, especialmente las personas vecinas:

Eso pensaba doña Sofía, siempre tan exacta y tan cumplidora, midiendo cada gesto y cada palabra. Tasadora de esfuerzos, siempre cicateando sonrisas y achuchones, huérfana y avara de mimos.

Del mismo modo opinaba don Sebastián el prestamista, siempre racaneando monedas y favores, ya desde pequeño contaba sus besos y los concedía como si fueran préstamos a devolver con interés.

Lo mismo que no dejaba de propagar Manuela, la beata, presta a escandalizarse y a publicitar el escándalo, reina de los dimes y diretes. Una inmaculada servidora del templo que se alimentaba del veneno que transmitía.

Todo ello era recibido por don Ángel con gesto severo, siempre tan circunspecto y prudente, tan silencioso en sus palabras y tan expresivo en sus miradas. Respetable censor con el juicio y la sentencia preparados de antemano.

La vida transcurría en una calma tranquilizadora para todos ellos, agrupados en el bando de los justos regodeándose en ventilar ya fuese bulo o verdad de cualquiera de la proclamada facción de los pecadores entre los que se encontraba, como no, Marta, la Raposa. A saber qué era lo que había vivido y que con tanto empeño quería recordar.

Los días y las noches corrían para todos, unos manteniendo el orden y otros anhelando cierto desorden, hasta que una tarde, mientras algunos disfrutaban de una siesta de pijama y orinal, ocurrió el desastre, la tierra, cansada quizás de ese orden decidió que era necesario removerlo. Todo tembló en el pueblo, hubo paredes que se vinieron abajo y muchos muebles danzaron hasta caer, como hizo la estantería en la que Marta guardaba sus frasquitos.

Sólo fueron unos pocos segundos pero a Marta le pareció una eternidad desde el momento en el que oyó un estruendo de madera y cristal. En cuanto la tierra se aquietó salió corriendo hacia la habitación donde se encontraba su  colección de tarros. Cuando llegó a la puerta y contempló el desaguisado que se había provocado lanzó un grito mezcla de llanto y pavor y cayó de rodillas en el suelo sollozando presa del desconsuelo. Su locura había tocado fin, la misma inexplicable locura que llevó a Sofía a abalanzarse y cubrir de besos a la primera persona con la que se encontró, a Sebastián a llevarse a casa al mendigo que habitualmente pedía limosna al lado de ella y compartir con él el dinero y los alimentos que guardaba, a Manuela a ir suplicando perdón a todas y cada una de las personas a las que había mancillado y a desencadenar en Ángel la incomprensible necesidad de confesar sus abundantes debilidades, contradicciones, ruindades y perversiones.

Sorprendió a todos pero en primer lugar a ellos, fue una ráfaga como de viento que no se sintieron capaces de decir de donde vino la que se introdujo en ellos y fue capaz de remover algo muy profundo de lo que desconocían incluso su existencia, un aroma que no fueron capaces de explicar, algo de lo que se sintieron contagiados, que no reconocían como suyo pero que los empujó a esos comportamientos, un vendaval de locuras a las que nunca se sintieron tentados pero que alguien había dejado sueltas.




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