La esclerosis múltiple es un proceso continuo de duelos por todo aquello que vas perdiendo, una permanente adaptación emocional a esas pérdidas… o no.
Somos el personaje que somos ante los demás y creemos ser lo que hacemos, la actividad que desarrollamos, que esta representa el hilo conductor de nuestra vida. Disfruté en los años de infancia de mis hijos sintiéndome necesitado por ellos, disfrutaba en las noches con la rutina anterior al sueño, leyendo el cuento diario, recitando alguna poesía o sencillamente jugueteando con ellos; disfrutaba en las madrugadas cuando, como consecuencia de alguna pesadilla o de una pequeña necesidad, me despertaban en la noche llamándome. Era un placer que me llamaran a mí, precisamente a mí, quizás siempre envidié el papel de la madre tradicional y jugué a ser el mama-papa como me dice una persona muy querida. Disfruté (y me dormía a jarrillas) induciéndolos al sueño en la oscuridad de la noche sintiendo su cuerpo contra el mío y su cabeza sobre mis hombros, sintiéndome útil. Pero todo aquello lógicamente pasó, como lógicamente fue pasando todo aquello que el transcurrir de los años y el propio madurar de los hijos se va llevando. Quizás el ser padre es un poco también un proceso continuo de duelos, una permanente readaptación emocional al nuevo papel que la vida nos va exigiendo. No sabía entonces lo que la vida me guardaba, esta progresiva aceleración de la pérdida en la que uno parece no encontrar tiempo para la adaptación, salvo que se instale en el permanente duelo o en el permanente cambio. Pero el cambio en la vida, como en la paternidad, parece brindarte la oportunidad de una nueva utilidad que siempre parece encontrarse relacionada con un hacer, con una nueva ocupación, una nueva tarea, no así en la esclerosis múltiple que te va despojando de tareas, de lo que siempre pareció tu razón de ser, quedando reducido a una pregunta permanente sin una respuesta posible que situamos en ese actuar, un ser postrado, cada vez más debilitado, languideciente, humillado, cada vez más retraído en su mundo interior.
Perdí mi energía y mi movilidad, fui apagándome físicamente mientras mis hijos se iban encendiendo y yo sentía que necesitaban alguien a su lado con quien compartir esa energía que yo ya no tenía; fui abandonando los papeles que tenía en la familia y en los que los había ido culturizando: la cocina, los viajes, la cultura. ¿Para qué les servía ya?
Perdí mi capacidad laboral frente a lo que me resistí durante años hasta que terminé por aceptar la realidad pero solo cuando esa aceptación no me supuso un trauma excesivo. ¿Qué utilidad tenía pues para la sociedad?
Tuve que renunciar a gran parte de mi vida social incapaz de desplazarme por mí mismo, de mantener el ritmo que la misma me exigía, obligado a rutinas infantiles (o seniles). ¿Dónde quedaría mi socialización?
Todo eso fue haciéndose a costa de trasferir cargas y más cargas a mi mujer, más tiempo, más esfuerzo, más tensión; con mi cuerpo replegado y doliente. ¿Me había convertido yo mismo en una carga?
¿En quién me había convertido? ¿En quién me terminaría convirtiendo? Casi sin manos y sin piernas, ¿A quién cogería, a quién acariciaría? Casi sin fuerzas y energía. ¿A quién sostendría? ¿Quién era ya? ¿Quién llegaría a ser?
La otra noche al volver a casa con un amigo, en una de las pocas ocasiones en las que me salto las rutinas que me he establecido y necesito (como también necesito saltármelas de vez en cuando) mi hijo menor me recibió exclamando: ¡Ya está aquí el alma de la casa! Me gustó y me hizo reflexionar este comentario. La reflexión y la revisión es una manía en mí, no sé si una virtud o un defecto, un premio o un castigo. El alma no hace, siente y genera sentimientos, conoce y transmite conocimientos, conserva la luz interior e ilumina aquello que hay a su alrededor. No actúa pero resulta esencial.
No podemos pasarnos la vida en un incesante preduelo, anticipándonos a lo que mañana vamos a perder, rememorando lo que éramos ayer y llorando lo que mañana vamos a ser. La vida es una sucesión de muertes y de renacimientos, pero estos, como todo parto, no se hacen sin dolor y la criatura que seremos no será igual a la que fuimos, sus capacidades no serán las mismas, su papel habrá variado, sus aportaciones serán diferentes pero la médula no sólo puede permanecer sino que puede mejorar.
Lo que trasladamos a los demás es mucho más que el obrar. Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, aunque tuviera el don de la profecía, aunque repartiera todo lo que poseo y sacrificara mi cuerpo, hiciera lo que hiciese, cumpliera con lo que cumpliese, si no tengo amor no seré sino una campana hueca, nada soy y de nada serviré, solo hipocresía, falacia, siervo también de los dioses de siempre (Corintios XIII). La capacidad de amar permanecerá en nuestras manos mientras tengamos consciencia.
¿Qué nos queda con ese amor? Nos queda el poder de testimonio, la prueba de que es posible vivir de otra manera, de que realmente, en cualquier lugar y circunstancia, una persona marca la diferencia, que conservamos la capacidad de optar por vivir esa realidad de una manera u otra, que no tenemos por qué dejarnos someter sin más, que yo soy yo y mis circunstancias pero que yo no soy mis circunstancias sin más. Esa actitud, esa vivencia será la huella que yo deje, se olvidarán las palabras exactas, se podrán olvidar mis obras, pero ese amor no pasará.
¿Qué no nos debemos dejar arrebatar? La capacidad de la sonrisa, el compromiso de no extender gratuitamente nuestro dolor a los demás, aprender a llorar riendo o a reír llorando, como decía Ramón Sampedro en una antológica entrevista que se le realizó en el programa Línea 900; la disposición para la caricia, con las manos, con el rostro, con la mirada, con el cuerpo entero; la sabiduría de la humildad, del dolor que te hace más humano, más receptivo, más sensible, más permeable, más lúcido, en la medida en que aumenta tu aptitud para la empatía y van desapareciendo tus residuos de fanatismo y disminuyen tus prejuicios.
Nuestro espacio vital puede reducirse pero no así tiene por qué disminuir nuestro impacto sobre los demás, sobre los que nos rodean, sobre esa única persona que nos cuida y nos protege y que en sí misma es un mundo, es el mundo. Ese será nuestro poder para reventar paredes, ensanchar espacios, abrirlos hacia el infinito. Esa será nuestra incuestionable e irrenunciable capacidad de subversión, nuestro último acto de rebeldía que llevaremos hasta el final, hasta el último momento, hasta el último segundo de nuestra vida.
Esa vida nos podrá ir arrebatando a zarpazos y mordiscos partes de nosotros, pero, ¿por qué nos ha de impedir llegar a ser “el alma de la casa”? Ese aliento que trasmitimos es lo que nos hace felices y nos da sentido y es lo que nos sobrevivirá. Lo dice un “materialista”, el alma de la casa (me hace ilusión creerlo).
A mí no me cuesta creer que seas "el alma de tu casa" (aun conviviendo con otras hermosísimas) porque sé que formas parte del "alma" de muchos amigos, de muchos alumnos, de muchos compañeros, de muchas personas... Y sabes lo mejor de todo, Jesús, que lo eres por ti mismo, por cómo te dices, por cómo te haces y por cómo te seguimos necesitando y queriendo. Como siempre, enhorabuena por el festín de palabras que nos regalas.
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