La parada de los monstruos, selección de escenas
Cuando oí hablar por primera vez de la película La parada de los monstruos (Freaks, 1932), de Tod Browning, fue como de una cinta de terror; cuando por fin pude verla descubrí que se trataba de un poema que solo puede producir espanto a quien se asusta de lo anormal, de lo extraño, pero que también en lo extraño late la vida. Recordé esta película mientras la otra noche veía las imágenes del documental Cerca de tus ojos, de Elías Querejeta, sobre la violación que cada día se produce en todo el mundo sobre los artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Está cargado de imágenes crudas, duras, de esas violaciones, como no podía ser de otra manera. La recordé al reflexionar mientras veía el documental sobre el concepto de lo monstruoso. En la película lo percibimos como lo contrario a la naturaleza por diferir de forma notable de los de su especie, son seres deformes, anormales, y por lo tanto, como contrarios a los cánones de la belleza (de la normalidad), feos. Hoy es un clásico de culto, pero en su tiempo fue considerada repugnante, y el público obligó a que fuera retirada de las pantallas. En el documental lo monstruoso se percibe como lo cruel, lo malvado, lo contrario a la moral. Sin embargo, entre ambos encontramos rasgos y reacciones que se interrelacionan, ¿dónde acaba lo deforme y donde empieza a vivirse como inmoral? ¿Es moral mostrar la anormalidad? Lo monstruoso, sea cual sea su origen, genera una misma reacción, es desagradable su visión, no se quiere ver. Ojos que no ven corazón que no siente. Es necesario apartarlo, prohibir su exhibición, es necesaria su censura. No su existencia, sino su visión. Ofende el dolor ajeno, es muy molesto contemplarlo, la vida puede continuar si corremos el telón sobre él. La vida es más cómoda entre clones que soportando la diferencia (no terminamos de ser realmente conscientes de que la riqueza moral que hayamos podido alcanzar se ha logrado gracias a la diversidad), más aún si la diferencia se torna en engendro, en aberración. Y en esa capacidad de sentirse ofendido se muestra con frecuencia nuestra escala de valores. Hace unas semanas vi en facebook una imagen muy ilustrativa de esta contradicción, nos escandaliza en mayor grado aquello que nos toca más de cerca, somos más beligerantes ante comportamientos que sentimos como inmorales y que nos turban que ante la verdadera inmoralidad, la cruel injusticia que asola nuestro mundo, pero que nos pilla a miles de kilómetros. La hipocresía, que nunca confesaremos pero en la que nos sentimos cómodos.
Ocultar la fealdad parece ser la máxima que rige nuestro comportamiento hasta convertir la vida en una galería interminable de actuaciones hipócritas en la que nosotros también nos vemos inmersos: ocultar también nuestra fealdad, la cara que no queremos mostrar, las zonas oscuras que hay que sepultar. Lo monstruoso parece tener como elemento común no la deformidad, no la crueldad, sino aquello que no queremos ver. Lo monstruoso no existe mientras no lo veamos o mientras no dejemos que se vea. Lo monstruoso es aquello que nos incomoda, que nos perturba, que no nos permite seguir tranquilamente con nuestra vida, ese momento fugaz de pavor o de angustia, esa incitación al vómito, y ese sentirse desnudo, descubierto.
Ocultar aquello que nos avergüenza, propio o ajeno, aquello que nos descoloca, que nos intimida. Lo monstruoso es lo que se sale de lo normal y viene a cuestionar el orden que pretendemos establecido y bien amarrado. Es monstruoso descubrir en quien admiramos y/o queremos que también es humano, que también desea fieramente, que su cabeza también imagina transgresiones, vilezas, aunque queden reducidas a desahogos en una caja cerrada de pensamientos, que su vida también tiene lunares, zonas pantanosas en las que esa persona es la primera que se ha visto atrapada, que el “perfecto” también necesita comprensión, que el “fuerte” también necesita ayuda, que esa realidad no nos permite parasitarnos en la fascinación sino que nos exige iniciativa, tomar decisiones, esfuerzo, cambiar la mirada, cuestionarnos la que tenemos ante la vida y las vidas, romper la comodidad y aceptar que la vida es como es y no como quisiéramos que fuera.
Pero, a menudo, no hay cosa que resulte más agresiva que la extrema vulnerabilidad ya que es la que nos exige una respuesta más clara, más contundente. La caña fácilmente quebradiza. La existencia que nos exige dar pasos y en la que tememos que a cada uno que demos algo habremos de romper o derribar. La vulnerabilidad que nos pone en evidencia por acción u omisión, el cariño que nos da miedo, la conmoción que nos asusta, la paja que arde con suma facilidad y en la que nosotros acercamos la cerilla sin, si quiera, darnos cuenta que estaba en nuestra mano. Lo monstruoso de la locura que amenaza nuestra cordura, de la lágrima que hiela nuestra sonrisa impostada, del hambre que corta la digestión de nuestro estómago lleno, de la pobreza que tiñe de sangre el dinero de nuestra cuenta corriente, de la persona que solo nos pide darnos nosotros y ante la que nos quedamos petrificados. Monstruoso, deforme, contrario a la tiranía de la moda organizando nuestra vida, grotesco, considerado de un mal gusto que no cabe en nuestras amplias tragaderas, aberrante, alejado de la lógica de la sinrazón que hemos convertido en norma, horrible, espantosa realidad ante la que nos pertrechamos de una coraza, cruel, que pone en evidencia la obscenidad de nuestra vida y que nos hace ver, en la impenetrable intimidad, nuestras manos manchadas de sangre. Callemos, que los monstruos pasen lo más desapercibido posible.
¿Quién es el monstruo en La parada de los monstruos? No los “raros”, los freaks. Es en ellos donde podemos encontrar la sensibilidad perdida que también parece recluida en el cajón de lo friqui; la ternura, uno de los pocos salvavidas de la dignidad; la verdadera fraternidad con quien nos necesita; y la poesía, porque es nuestra mirada la que puede hacernos descubrir que lo monstruoso a menudo es bello, que Frankenstein puede encontrarse tan solo como nosotros e incluso nos puede hacer compañía.
El espíritu de la colmena, escena de Frankenstein
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