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viernes, 4 de noviembre de 2011

¿NOS QUEDA LA PALABRA?

EN EL PRINCIPIO

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

Blas de Otero




No podía dejar de pensar en el poema de Blas de Otero al contemplar a los patéticos encapuchados jugando a la guerra con las manos manchadas de sangre, no podía dejar de preguntarme si realmente nos queda la palabra. Imagino a esos valientes gudaris midiendo con exactitud la polisemia de cada palabra, temerosos de decir y de no decir, acojonados ante ese poder que no controlan (cosa que nunca admitirán) por lo que siempre concluyen en el “corta y pega”, en una nueva reordenación de los mismos vocablos, limitadita variedad léxica. Estrambóticos encaperuzados incapaces de salirse del abc del ritual establecido, orgullosos de su propia ignorancia que ignoran; valientes nazarenos escondiéndose detrás de las palabras de la misma manera que ocultan su rostro dentro de la caperuza. Es esta la era de la imagen y del maltrato de la palabra. ¿Nos quedará realmente la palabra? ¿Qué ha sido del poder del lenguaje? Cochambre verbal para el consumo de la masa, chatarra semántica con la que construir la nueva torre de Babel.



¿Qué es la palabra? Material de promesas hoy, estiércol mañana. ¿Dónde quedó su credibilidad, dónde su valor de cambio? ¿En qué quedó su función? Ayer informar, hoy ocultar la realidad, taparla tras un telón de palabras frívolas y sin sentido, desviar la atención del cuerpo del delito. Antaño comunicar, hoy silenciar con una ristra de ruidos, con una letanía de lugares comunes. En un principio, facilitar el pensamiento libre, hoy manipular, controlar sutil o burdamente a las personas, o a la sociedad, impidiendo que sus opiniones y actuaciones se desarrollen natural y libremente. Supuestamente para trasladar la verdad, hoy para mentir, descaradamente, impunemente, ostentosamente; la mentira se ha hecho mucho más rentable que la verdad. Hipotéticamente para generar comunicación, establecer puentes, llegar a acuerdos, hoy para insultar, denigrar, hundir al contrario, aniquilar, vencer a toda costa. Debiera ser para alimentar la inteligencia, lo es más para atiborrar de basura, embotar el raciocinio, insensibilizar la humanidad.




Este es el oficio al que se entregan sacerdotes neonatos de púlpitos religiosos y seculares, pulquérrimos de camisa blanca y lengua sucia, próceres de la patria suya, suya, suya y solo suya; predicadores de la pureza chapoteando en la inmundicia, soberanos de la hipocresía que hoy, emperatrices del poder, utilizan sin rubor el mismo lenguaje y argumentación que antaño destrozaban desde la oposición a base de insultos; políticos y tertulianos de lengua viperina, proveedores de basura para consumo de la masa.

Y la masa, desdeñosa de los matices, cebándose con saña en los chivos expiatorios; alérgica a las complejidades, aferrada con disfrute a la “neolengua” en la que “las modulaciones del habla común delatan que la indigencia léxica, sintáctica y retórica medra a sus anchas, mengua que acarrea la de la aptitud para decantar un conocimiento lúcido, crítico y articulado acerca de la res publica; una sensible merma de la competencia y talante que el diálogo plural exige; y, en fin, la proliferación de patologías discursivas -de la anomia y el mutismo al desistimiento y la violencia- que socava los pilares de una sociedad compleja, plural y abierta.” (Lluís Duch y Albert Chillón). El país léxico del maniqueísmo, de la visceralidad, de la caverna intelectual en la que la razón se devora cruda. ¿Nos quedará la palabra?



La palabra, rica en matices, capaz de captar la vida; del lenguaje de la sensibilidad, capaz de acercarse al diferente; del que huye de la simplificación que nos vuelve lerdos, de “la adopción de un habla renqueante, acomodaticia y canija, muy dada a acatar toda suerte de bogas y a sacrificar la belleza y precisión verbal en el altar de la neolengua economicista, tecnocrática y deshumanizada”. ¿Qué quedará de la palabra tras este periodo mezquino y vulgar?

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
¿me queda la palabra?.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
¿me queda la palabra?.

Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,

¿me queda la palabra?.

Si he callado ante la ignominia, si he participado de la infamia, si yo mismo he apretado la mordaza, ¿me queda la palabra?

Si he tolerado la sed, el hambre, de otros, si he permanecido impasible ante su desgracia, si mi principal preocupación ha sido que proteja mi prebenda una muralla, ¿me queda la palabra?


Si digo no a la palabra envilecida, si rechazo a los voceros de la iniquidad, si no me presto de la necedad al juego y resisto el dolor de la lucidez. Me queda la palabra.

Si no río el discurso embrutecido, si no me presto a ser coro amorfo sin capacidad de discernir y derecho de juicio, si no renuncio a mi voz. Me queda la palabra.

Si el verbo me hace ser, por pequeño que sea, si está mi yo en cada uno de mis vocablos, si escucho y critico y decido y rectifico, si hago de mi expresión razón de vida. Me queda la palabra.


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