Vivimos en una sociedad absurdamente maniqueísta que halla una coyuntura ideal en periodo electoral. Ideal para descalificar y desacreditar como poco y practicar en cuanto sea posible el deporte de la calumnia y la difamación, ideal también para obtener al mismo tiempo los sentimientos de engrandecimiento, mayor en la medida en que mayor sea el efecto de aplastamiento que logremos en ese deporte, y de manos limpias, necesario para poder irnos a la cama con una conciencia bien aseada y abrillantada. Estamos en estos años en pleno ejercicio de este maniqueísmo, la hipocresía de unos callando sus respuestas (en el caso de tenerlas) ante la crisis económica y la captura de un chivo expiatorio en el que cebarse. Nada une tanto como compartir los insultos, nada nos hace sentirnos tan crecidos como la humillación de ese chivo. Triste sociedad esta. En una sociedad así una campaña electoral es de temer y buenas ganas dan de apagar la luz, cerrar la puerta y marcharse dejando a los demás enfrascados en ese disparate. No puede ser así. ¿Qué hago yo para intentar sobrevivir con algo de lucidez en este embrollo? Estas son algunas de mis reflexiones por si pueden ser de algún provecho.
No hay ni nunca habrá una realidad ideal, solo las construcciones teóricas podríamos atrevernos a calificarlas de esa manera y eso en la medida en que más esquemáticas y estilizadas las hayamos dejado (es decir, casi, manifiestamente inútiles). Cualquier realidad humana será imperfecta, solo la ignorancia, el fanatismo o el interés nos hará negar lo anterior. Si por real interpretamos lo ideal, lo perfecto, no existe materialización de una idea que pueda concebirse como tal. Solo la realidad es real y por lo tanto no será perfecta, sí será mejorable, pero nunca perfecta. Nunca lo irreal, lo no materializado, puede ser real. Nunca un concepto abstracto como el de democracia puede llegar a ser perfecto y, por lo tanto, inmejorable. Las palabras nos sugieren pensamientos y por ello fácilmente tenemos la tentación de agarrarnos a aquel que nos permita instalarnos en el maniqueísmo; con el concepto “democracia real” ocurre lo anterior. Nos es válido en la medida en que nos referimos a la necesidad de mejorar una realidad existente (mejora que siempre será, a su vez, mejorable) no si nos limitamos a un lugar semántico mera simplificación a través del cual huimos del esfuerzo de pensar. Esa bandera me sirve si con ella acompaño a personas que se mantienen en la tensión entre utopía y pragmatismo, no si es ondeada con agresividad por personas instaladas en la comodidad de la mera especulación. Solo las personas que se muevan en esa tensión pueden llegar a tener la sensibilidad suficiente para valorar el esfuerzo que puede llegar a existir en toda construcción humana (e imperfecta), las otras no se moverán del slogan por incapacidad, comodidad o cobardía. Ninguno de los extremos es válido sin el apoyo del otro, son posiciones políticamente indeseables, la locura que nos llevará a la catástrofe o el conformismo que nos hundirá en la mediocridad.
Nadie tiene la llave maestra de todas las soluciones. La realidad es sumamente compleja y, por lo tanto, siempre va mucho más allá de toda anticipación y esfuerzo de comprensión de la misma que tenga el hombre, es por ello que este esfuerzo ha de ser permanente. En política, como en toda realidad, siempre será infinitamente mayor el número de preguntas que el de respuestas; lamentablemente en nuestro sistema parece que ocurre al contrario, sobran las respuestas y escasean las preguntas, pero son estas las que resultan exponente de la inteligencia. Una campaña electoral es la venta de idealizaciones y tanto más idealiza aquel que pretende cambiar, la realidad posterior nunca logrará complacer las expectativas generadas por esa idealización. Aquel que se encuentra satisfecho con una realidad permanecerá así mientras esta continúe, aquel que intente transformar la realidad siempre estará abocado a decepcionar. Es por ello por lo que la izquierda siempre será mucho más crítica con sus formaciones que la derecha. La realidad transformada siempre requerirá una ulterior transformación, solo en la medida en que la personalidad se va volviendo conservadora va perdiendo ese afán transformador. Pero únicamente las formaciones políticas con capacidad real para ejecutar un cambio, y obligadas por ello, pueden llegar a decepcionar, mientras que aquellas que se han encontrado exentas de esa responsabilidad pueden manejarse permanentemente en el terreno de lo inmaculado y seguir dando lecciones de pureza. ¿Es eso, sin más, un valor? Pero el hecho de la decepción no se trata de un problema únicamente de un partido, lo es también del individuo, en la medida en que posea una mentalidad más infantil, será mucho más fácil de decepcionar.
Todo partido es un medio. El sistema político es un mercado en el que el voto, para el partido, tiene un valor de cambio por poder y dinero. Para la consecución de los votos es necesario simplificar el discurso con objeto de que llegue al mayor número de personas posibles. En ese mercado interesa la identificación, conseguir el mayor número posible de hinchas (en su doble acepción de entusiasmo para el partido y de odio hacia el contrario) plenamente identificados con la marca. Conseguir el mayor número de seguidores fanáticos que vendan esa marca y transformar la afiliación en filiación que sigan a la misma independientemente de sus pasos. Convertir al partido en un fin (en una iglesia). Pero todo partido, como toda asociación humana, es un medio y es un medio lo que estamos votando, un medio con el que no es necesario que nos identifiquemos en su totalidad y con el que yo diría que es imposible que así sea si hacemos un uso adecuado de la inteligencia, y que, por lo tanto, por salud mental, es necesario que mantengamos las diferencias y discrepancias incluso. Solo el fanático, el estúpido o el hipócrita se mimetiza completamente con un partido.
El voto es un acto pragmático. Para avanzar es necesario un horizonte utópico (el viaje de miles de kilómetros) que nos haga caminar, pero teniendo siempre claro que ese viaje está constituido de infinitos pasos, unos más grandes y otros más pequeños (el pragmatismo). La realidad solo está hecha de pequeños pasos. En esa tesitura, en la que no se nos puede exigir fidelidad a un medio y en la que nuestras construcciones son pasos que andamos y que a menudo tenemos que desandar, el voto no pasa de ser un acto pragmático sujeto a unas circunstancias y a un análisis. El hecho de saber donde pone uno el pie en cada uno de sus pasos y medirlos con cautela (el pragmatismo) no excluye la conciencia del camino a seguir, la perspectiva que lo orienta (la utopía).
El voto útil. El que sea un acto pragmático no es sinónimo de lo que entendemos por voto útil, ni tan siquiera de voto en sí, también cabe el voto en blanco, el nulo y la abstención. Pero lo que resulta obvio es que siempre ha de valorarse la utilidad del voto (o del no voto). El concepto de utilidad tiene un componente objetivo pero también, inevitablemente, otro subjetivo. La utilidad no se puede medir únicamente desde los cálculos del recuento electoral sino también de la necesidad estrictamente personal. El voto es un acto racional pero también emocional, y es posible que la racionalidad, en un momento determinado se agote y deje paso al desahogo emocional como necesidad prioritaria. Digo emocional, no irracional, a mi modo de ver no valen como factores para decidir la opción ni el rencor ni el miedo, apelar a los mismos es propio de jugadores sin argumentos para ir más allá, de tahúres metidos a políticos. Dentro de la racionalidad las preguntas que yo me hago, teniendo en cuenta que yo no tengo identificación plena con partido alguno (sí más cercanía a unos que a otros) ni me siento obligado a “cumplir” con mi voto, son varias: ¿Qué me produciría más satisfacción y, en consecuencia, me dolería más, el ascenso de una fuerza política a cambio de la victoria de otra, o la derrota (o victoria reducida) de esta a cambio del fracaso de la primera? ¿Qué perspectiva he de utilizar, una más cortoplacista en la que es necesario valorar quien debe vencer o no vencer para que gobierne o no durante los próximos cuatro años, u otra más a medio o largo plazo en la que no importa tanto quien gobernará próximamente a cambio de ejercer un voto de castigo (o abstención de castigo) con la idea de que se hace necesario forzar una renovación que siempre lleva tiempo y necesita grandes crisis? Desde la distancia, incluso desde la incomodidad, ¿qué fuerza política se acerca más a mis planteamientos? ¿Cuál tendrá más capacidad de gestión o de influencia en esa gestión? (la política tiene relación directa con el ejercicio del poder, sin una pequeña expresión, al menos, de este ejercicio, no hay política).
El voto es un acto puntual. Si después de ese ejercicio analítico ahí se queda todo, no hemos hecho nada. Tan importante o más es el después. Recuperar la política para la sociedad, no solo una ocupación en manos de profesionales. Ejercer una reivindicación de la política, recobrar las causas sociales, exigir permanentemente la renovación de los partidos, de sus usos y costumbres, nos encontremos o no dentro de ellos. El compromiso político es responsabilidad de todos, es compromiso con la sociedad, con la vida en común, con las personas concretas y sus dificultades, con las más débiles y sufrientes, es articular un tejido asociativo que da respuestas donde los partidos no llegan y deberían hacerlo, y que reclama soluciones a quienes tienen en sus manos acometerlas. Es esta actitud del después, para mí, el acto político por antonomasia y que, en sí misma, justifica cualquier opción en el momento del voto.
La política es algo necesario. Los políticos también. Es muy fácil y cómodo descalificar a todo un colectivo e introducir a todos en el mismo saco. No todos son iguales, como no basta para inculpar o exculpar saber en qué partido político se encuadran. Los políticos se encuentran hechos de la misma materia que el resto de los humanos, lo triste no es que sólo los corruptos se metan en política, lo triste es que haya la misma proporción de corruptos que en el resto de la sociedad, cuando debería ser un ejemplo de limpieza. La sociedad la construimos y la destruimos entre todos. Entre todos nos metemos en las crisis y entre todos debemos de salir de ellas. Somos mayores de edad y siempre no nos vale el ardid de que hemos sido engañados ni podemos eludir constantemente nuestra responsabilidad. ¿Qué derecho tenemos al pre-juicio de la descalificación de todo político? ¿Qué superioridad moral nos asiste para ello? Qué superioridad si no somos capaces de transformar nuestro entorno, si no somos capaces de mejorarnos a nosotros mismos, si somos igual de tahúres en nuestro trabajo, si hemos construido una jaula de cristal privada en la que poder mirar constantemente hacia otro lado. Qué superioridad si nos escaqueamos siempre que podemos, que defraudamos en la medida en que nos es posible, que disfrazamos la realidad, que mentimos, para mantener nuestra ficticia intachabilidad, que descargamos nuestro rencor allá donde tenemos oportunidad. ¿Qué superioridad moral? Ninguna. El ejercicio de la crítica debe comenzar por la autocrítica, por ver las veces que hemos dicho no cuando era difícil hacerlo, por las veces que hemos dicho sí cuando nos suponía un esfuerzo, por medir nuestra capacidad de entrega, de generosidad, de desinterés, de participación gratuita en lo público. Esto es empezar a hacer política.
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