Cuando la tercera edad llega antes de tiempo y parece abrirse ante ti un largo páramo en el que la vista solo ve la vida irse extinguiendo, uno cree haber tocado fondo y cree que por delante solo le queda deslizarse por él hacia zonas abisales. Vivimos en las nubes y fácilmente confundimos tocar fondo con tocar suelo. Se trata solo de tocar suelo, de poner los pies sobre la tierra, lamentablemente cuando ya no eres capaz de levantar el vuelo.
Poner los pies en la tierra, asir de nuevo las raíces de lo que eres, la esencia de tu humanidad: carne y ternura, tacto y piedad, vista y empatía, olfato y autonomía, gusto y dependencia, oído y razón. Y poco más.
¿Qué somos? ¿Qué hemos sido? ¿Qué eres si el espejo te sigue mostrando la misma mediocridad? ¿Te crees rey de reyes y no eres sino siervo de tu propia ambición? ¿De qué te sirven los aplausos? ¿Quién está dispuesto a dar la vida por ti? ¿Por quién estás dispuesto a darla tú? ¿Por quién de carne y hueso, por quién débil, por quién sin valor? Seduces con palabras, seduces con poder. ¿Dónde van a parar tus besos? ¿De qué están hechos? ¿Qué queda de ti detrás de ese circo de palabras, detrás de ese altar de poder?
Tocas el cielo poseyendo, ¿qué te ata a la tierra? ¿qué puede impedir que te pierdas en las nubes? No lo llaman locura porque se encuentra cargado de la etiqueta de la ostentación, porque le protege el cartel de la supremacía. Pero como habríamos de llamarlo si eres incapaz de ver el dolor, si no sientes el palpitar de la emoción genuina, si solo te ves a ti.
¿A quién quieres emular? ¿A quien envidias? ¿Qué es tu vida si la pasas husmeando los despojos del banquete? ¿Qué eres tú, cámara cerrada a los que te necesitan? Aterrorizado ante la cercanía del dolor. ¿A qué aspiras sino a tu tranquilidad? ¿Qué es tu tranquilidad sino un entierro, un bozal para las emociones, un candado para la sensibilidad?
Has vivido en las nubes aspirando a no se qué, amargado porque otros volaban más alto, absorbido en la distancia sin percibir lo que tenías cerca, siempre queriendo más y empequeñeciéndote en el empeño. ¿Qué eres capaz de cambiar si no eres capaz de cambiarte a ti? ¿Qué de mejorar si tú empeoras? Qué mundo de solidaridad si tú eres mezquino, qué mundo de amor si tú eres ruin al expresarlo.
Entras en esa tercera edad prematura y piensas que pierdes, y sientes que la vida se te ha reducido, los proyectos se te han desparramado por el suelo y ni tan siquiera puedes agacharte a recogerlos, que quedas restringido a la nada, que la noche comienza y que ya solo cabe esperar que se vaya haciendo cada vez más lóbrega, un mero desperdicio.
Pero si te adentras, y te detienes y te calmas, observas que los desperdicios han ido quedando a tu espalda, rastro de una vida despilfarrada, y el futuro se abre ante ti, continúa abriéndose. El futuro que siempre debió de ser, donde las caricias se anteponen a la verborrea, el cuerpo abierto al querer, la carne sedienta de amores. Un futuro en el que permanecerá de forma indefinida el más gratificante de los proyectos: tú mismo.
Rastro de una vida despilfarrada.
Cuanta palabra malgastada en artificios, tras los cuales, como en el cuento, el rey está desnudo. Qué derroche del tesoro verbal que tenemos en nuestras manos. Qué afán por lo postizo y lo espurio que nos ha hecho olvidar el camino que lleva a las pocas palabras esenciales.
Cuantas ayudas que no diste, enrocado en tu pereza, en tu seguridad, en tu comodidad. Cuantas ayudas que no aceptaste. Soberbia de un principiante.
Cuántos besos verdaderos sin dar. Cuántos farsantes dados, blasfemias repetidas de lo más sagrado que tenemos, el afecto. Cuánto puritanismo castrante.
Cuantas personas que no consolaste. Cuánto miedo al dolor, el temor a su contagio. Vocero en la distancia. Mudo en la cercanía, huyendo de la soledad, la miseria, el duelo, la enfermedad, la muerte, el hombre desnudo sin máscaras.
El futuro que siempre se sigue abriendo, que no depende del tiempo del que se dispone ni de las facultades que te quedan. El futuro que está en tus manos, su contenido, su final.
Una edad en la que te das permiso para poder ser quien quieres ser, sin más ambición que sentirte a gusto con lo que eres; para poder decir muchas cosas que antes callaste por vergüenza, por interés, por miedo. Reaprender a usar el lenguaje básico, fundamental. No tienes nada que perder solo ganar el gusto de sentirte libre, aunque sea encerrado en tu cuerpo.
El corazón se te ablanda, se vuelve poroso, permeable a las emociones, a los demás, a las pequeñas cosas que nos dan sentido. La felicidad es un instante, tu felicidad está en los otros, es el hecho de vivir acariciando, el de vivir diciendo te quiero; la felicidad está en la ternura, está en el perdón. Es ese momento tranquilo que no hay prisa en finalizar.
Perder el sentido del ridículo, porque el ridículo era quien eras y ya has dejado de serlo, quedó abandonado el disfraz en un mojón del camino y no merece la pena volver la vista atrás enredado en las trampas de la memoria. Viejo loco, viejo verde, viejo llorón, viejo simple, viejo cansino, viejo sabio.
Una tercera edad anticipada que esconde un regalo tras su amargo envoltorio. Regalo escondido que no todo el mundo encuentra. Regalo que uno lamenta no haber recibido antes. Al menos, su adelanto puede dejarte disfrutar por un tiempo ese regalo.
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