Me gustaba observar en el filo del temor el batir del agua sobre el suelo, escuchar su repiquetear constante. Con la nariz pegada al cristal de la ventana y mis manos posadas en él me encontraba atrapado en esa magia de la naturaleza desbordada que yo contemplaba desde mi refugio. Eran especialmente emocionantes las tormentas nocturnas que muy frecuentemente se cargaban la luz de la casa dejándonos a oscuras durante importantes periodos de tiempo, en esa oscuridad, apenas contrarrestada a veces por la tímida luz de una vela sobre una palmatoria metálica que corríamos a buscar cuando llegaba el momento, me sentía saboreando el riesgo pero sintiéndome a salvo a la vez. En casa. La descarga del rayo iluminaba por unos segundos todos los rincones de la estancia y uno se estremecía temiendo ver aparecer algún viejo espectro conviviendo con nosotros. Inmediatamente, en una proporción exacta a la iluminación vertida, el trueno hacía temblar los cimientos de la casa y los débiles cimientos de un pequeño de ocho años, absorto ante el espectáculo, pegado al cristal de la ventana, temeroso de que esa furia desbordada fuera llegara a invadir por un instante el espacio de seguridad en el que se encontraba a salvo. Mi casa. La tormenta terminaba calmándose, el repiquetear del agua sobre el pavimento iba suavizando su fuerza hasta desaparecer, los rayos se iban alejando, los truenos terminaban por convertirse en meras parodias de aquellos que me estremecieron, la luz volvía y todos estábamos allí de nuevo, en el mismo punto en el que la tormenta nos sorprendió, recuperando el ritmo cotidiano y felices de estar en casa. Mi casa. A salvo, siempre a salvo.
Pero no.
La vida me ha hecho vivir muchas tormentas como aquellas de mi infancia que han ido perdiendo la magia al tiempo que han sido domesticadas y han terminado siendo vividas como algo ajeno a nosotros, como un suceso al que no merece la pena prestar nuestra atención. La casa se ha ido haciendo grande y fuerte, más poderosa que ellas, más resistente, capaz de un progresivo desencantamiento con el que pude tener la tentación de creer me pondría definitivamente a salvo.
Pero no. Nuevas tormentas aparecen en la vida, carentes de magia, crudamente reales, las que siempre te pillan a la intemperie, de las que no puedes huir, con las que tienes que aprender a convivir.
Una mañana cualquiera te despiertas en pleno aguacero, frágil, extraordinariamente frágil, a tus cuarenta años, y la casa no te protege. La naturaleza se ha vuelto extraordinariamente poderosa y parece haber tomado posesión de ti. Un trueno ensordecedor que te deja atontado, que no se acaba nunca, que has de llegar a cabalgar si quieres dominarlo y no convertirte en un títere de él. Cabalgar el trueno y encontrar también en él los momentos de ternura; adecuar su ensordecedor ruido a tu nuevo ritmo de vida para volver a escuchar las diferentes escalas de sonidos que la vida te ofrece, incluso aquellos otros que antes pasaban desapercibidos para ti. Cabalgar el relámpago para que te ilumine las zonas escondidas que desconocías que existieran. La tormenta te hace sentir débil, pero sólo en el centro de ella experimentas la verdadera fortaleza. Calado hasta los huesos, ebrio de penas, valoras todavía más los momentos de alegría. Cuando la luz vuelve y todos estamos allí de nuevo, en el mismo punto en el que la tormenta nos sorprendió y seguimos viviendo, y seguimos riendo, seguimos queriéndonos, a pesar de la tormenta.
Son peores las tormentas que desencadenas tú. Tú eres el rayo. Tú eres el trueno. Tú la furia de la naturaleza. La tormenta te estalla por dentro y los fragmentos de ti mismo se expanden y van fragmentando la realidad que te rodea y a los que en ella están. Y la luz no siempre vuelve, te despiertas en una penumbra que todo lo envuelve, y no sabes como recomponer el puzzle que deshiciste, como encontrar las piezas que has perdido, como dejar de llorar aunque las lágrimas se te hayan secado. Tu casa ya no es tu casa. No existe refugio en el que puedas esconderte de ti. Tú has sido el caballo desbocado que no has aprendido a cabalgar.
El tiempo ha continuado. Huele a tierra mojada. Un tenue arco iris se dibuja en el horizonte. Las nubes siguen ahí. Amenazan tormenta. Apoyado en el alfeizar de la ventana contemplas la vida pasar. Huele a tierra mojada. Un tenue arco iris se dibuja para ti en el horizonte.
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