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viernes, 5 de agosto de 2011

LA POLÍTICA Y SUS ESTIGMAS


A veces creemos caminar en un sentido y realmente vamos hacia otro, pensamos que fomentamos algo muy diferente a lo que en verdad estamos construyendo. La contestación al ejercicio que se hace de la política se encuentra justificada. Uno puede estar legítimamente indignado. Esa indignación necesariamente se muestra a través de gestos y palabras, pero, realmente, ¿estamos diciendo lo que queremos decir? ¿Nos movemos y llamamos hacia donde queremos ir? Todos los políticos son iguales, cuando llegan al poder todos terminan haciendo lo mismo, la política es una actividad perversa, adulterada, rechazable. Me da miedo este discurso en la medida en que en él es fácil encontrarse coincidiendo en lugares comunes pensamientos muy diferentes, alentando estereotipos, reforzando formas de pensar muy peligrosas.

En el rechazo a la política mediante esos clichés he visto coincidir últimamente personas que creo se encuentran en las antípodas, unos indignados con tan poco en común como los del 15-M y Julio Iglesias. Ese rechazo viene de lejos, de la época franquista en el que política, problemas e intenciones perversas, se asociaba, sobre todo, a la izquierda. Lo que hacía el régimen no era política. Berlanga lo expresó muy bien en su película “La escopeta nacional”, creo que a través del Marqués de Leguineche o alguien de su parentela: “Yo soy apolítico, de derechas de toda la vida”. ¿A quien castiga realmente esta forma de pensar? Las mismas personas que detestan la política son las que en las urnas acuden sin problemas a votar derecha.

Se trata de una manera de pensar que determina claramente un ellos pecador y un nosotros inmaculado. El mero hecho de no pertenecer a un ellos es lo que parece justificarnos. Se trata, evidentemente, de un pensamiento maniqueísta en el que no hay matices, punto intermedio entre el bien y el mal. Un pensamiento enormemente simplista. Si abstraemos el comportamiento en sí de muchos políticos no es diferente de las ambiciones, de los enfrentamientos que podemos encontrar en el interior de la mayoría de las organizaciones sociales (sindicatos, ONGs, Iglesia, etc.): las guerras por el poder, el deseo de salir en la foto, el establecimiento de camarillas, el apego al poder y a sus privilegios por pequeños que estos sean… No es diferente de las triquiñuelas y falsedades que abundan en el común de los mortales a la hora de declarar a Hacienda, de las facturas sin IVA, del dinero negro, de los regalos para facilitar la promoción del producto, a las que rutinariamente estamos acostumbrados. No es diferente de las zancadillas que se producen en el lugar de trabajo, de la querencia por determinados puestos y el rechazo de otros, del deseo por trabajar poco y cobrar mucho, de lo que observamos y vivimos en el mundo laboral. El problema radica no en que los políticos sean diferentes al resto de los mortales sino en que unos y otros están hechos de la misma calaña, que la supuesta virtud de muchos no es resistir la tentación sino que, con rabia y envidia, no han llegado a ser tentados, la vida no les ha ofrecido la oportunidad. Todo esto no supone una exculpación de la “clase” política, no es un valor que políticos y pueblo sean uno, hayan crecido y se hayan formado en los mismos valores, la exigencia es que los políticos actúen de una manera diferente. La responsabilidad de un político no es solo gestionar la realidad, es también educar y hacerlo en los contravalores dominantes. Al menos de un político que pretenda transformar la realidad.

Ese pensamiento tiende también al aislamiento. No hay nada mejor para quedar limpios que lanzar la basura a otros, la basura que los estigmatice. Esa generalización, ese meter a todos en el mismo saco y a la cloaca con ellos, nos irá, si fuéramos mínimamente honestos con ese proceder, poco a poco dejando solos en la isla de la verdad. Hoy todas las personas dedicadas a la política, mañana todas las que piensan de una determinada manera, pasado las que tienen unas creencias, al otro las originarias de algún lugar, después las que ejercen una determinada profesión, y así ir reduciendo nuestro círculo cada vez más limpios, cada vez más solos, cada vez más puros. Cada vez más simples, cada vez más arbitrarios, cada vez más rechazables.

En esa generalización el “todos son iguales” que le acompaña, sencillamente no es verdad. No hay excepciones que confirmen la regla, las excepciones lo que hacen es confirmar que la regla está equivocada. Me cuesta creer que haya alguien tan decididamente ciego como para ser incapaz de encontrar alguna excepción. Existen, y son abundantes. No es cierto que todos se hayan hecho ricos, que hayan metido la mano en la caja común. No es cierto que todos miren únicamente por su propio interés. No es cierto que todos anden buscando aumentar sus privilegios. No es cierto que todos hayan perdido la sensibilidad necesaria como para mirar hacia los más necesitados. Equivocarse no es un estigma. Solo se equivoca quien tiene que decidir, quien no tiene que hacerlo puede estar libre de error, pero carente de mérito por ello. Es falsa esa generalización, como seguramente, en la sociedad, lo es cualquier otra.

El ejercicio de la política es hoy muy mejorable y uno no puede evitar el bochorno ante su espectáculo, pero siempre será muy necesaria. En esa exigencia de mejora lo verdaderamente imprescindible no es el rechazo de la política sino su reivindicación. Lo exigible a todos, a políticos y a todo ciudadano, es no dejar de ejercer la facultad de pensar y no hay pensamiento verdadero sin matices, sin complejidad, no dejarse llevar por los pensamientos y directrices de otros, no utilizar en la comunicación lugares comunes que introducen troyanos en la sociedad y en nuestra propia cabeza.




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