Ya no puedo hacer nada por mí mismo, sin ayuda de otra persona, salvo
pensar y sentir. Ambas cosas son inevitables aunque no igualmente placenteras.
Pensar siempre supone un esfuerzo, esfuerzo que puede llegar a ser gratificante
pero que no puedes llegar a realizar desde el ocio y la pereza. Desde el abuso
inagotable del pensar, del incansable funcionamiento de una máquina sin control
del tiempo y de una razón emocional se genera lo que Goya escribió en el título
de uno de sus Caprichos, “el sueño de la razón produce monstruos”, sueño que se
convierte en una pesadilla que te aborda sin descanso. Resulta verdaderamente
difícil evitarlo cuando tu existir es la inmovilidad, cuando permaneces
tumbado, sin movimiento alguno, y sólo contemplas dos pequeños focos que te
miran desde el techo. Pensar, pensar y pensar sin descanso en un revoltijo
incontrolable de ideas y palabras en el que resulta muy difícil diferenciar la
realidad de la ficción, el simple sueño de la pesadilla. Es el quehacer de los
sentidos el que, a menudo, solo nos puede salvar de este riesgo zambullirse sin
prejuicios en el mar del placer, aunque hayamos perdido la capacidad de hacerlo en los grandes placeres que siempre
hemos valorado como tales.
La vista: Contemplar la belleza de una mujer, no
pretendo resultar machista, sé bien que el hombre también la tiene pero no
engañaré a nadie si digo que la de ella me resulta más placentera. Sus
maravillosas curvas (no entró en detalles de ellas), los maravillosos ojos, la
mirada de esa inteligencia que sólo puede reconocérsele a la mujer a veces pícara
y en otras ocasiones limpia como un cielo claro, siempre llena de curiosidad y
ternura. La blanca piel salpicada de lunares, la belleza ancestral de la
negritud, la que parece anclada en una eterna primera juventud como la piel oriental, el hondo sentido maternal que inspira el americanismo. Mirar, cuándo
ya poquito más puedes hacer con tu cuerpo. Mirar, con algo de tristeza y
siempre admiración. Mirar, el último recurso que te queda y que resulta
estúpido, y a menudo imposible, prescindir de él. La belleza de la infancia, su
andar trastabillante, la sonrisa que todo lo ilumina, los ojos curiosos que te
siguen al pasar mirando abiertos de par en par cuando lo haces en silla de ruedas y más si es eléctrica, la
tentación imposible de vencer cuando ésta sube o se inclina, esos deditos que
buscan ser protagonistas ellos del milagro. La serenidad de su cara dormida, el
lento respirar de su pecho. El bullir de hormonas de la adolescencia, las
carreras, los saltos, las risas, los llantos, los juegos de ignorancia y
miradas, de charlas y silencios. Es la vida que se anda entrenando. La danza,
la expresión corporal, la maravilla de ver un cuerpo en movimiento. Llamadme mirón,
incluso voyeur, lo seré. ¿Es evitable?
El tacto. Cuando el placer de tus dedos se ha
vuelto contra ti y sólo te ofrece sufrimiento, qué ha de quedarte sino el de
sentir otros dedos sobre tu cuerpo. El recorrido lento, misterioso, la sorpresa
que anuncia pero que tú desconoces, el que busca por todos los rincones y a
veces encuentra. El sentir de un masaje sobre ese cuerpo, fuerte, sin temor,
sin pudor. Percibes entonces que sentir cierto dolor es también sentir que tu
cuerpo está vivo, que esas manos lo despiertan, que incluso aquí la vida no se
puede separar del mismo. El niño
pequeño, tan cerca y tan lejos de ti. Como olvidar tus recuerdos que parecen
cobrar vida cuando contemplo las fotos de la infancia de mis hijos. Como
olvidar sus cabezas dormidas sobre mis hombros, sus manos agarrando con fuerza
mi dedo índice para que no escape, sentados sobre mis rodillas y recostados
sobre mi pecho, las caricias de las yemas de mis dedos sobre sus espaldas.
Tantas cosas que ya no viviré. Hoy sólo me queda el sentir sus manos sobre mi,
la leve saliva de un beso sobre mi rostro. El contacto físico de otra persona
que te recuerda que aún sigues vivo.
El oído. El placer de la música que te envuelve
todo, que es capaz de generar emociones en ti y expresarlas de una forma que de
otra manera no te sería posible. El golpe de un poema sobre ti que hace
penetrar sus palabras hasta lo más hondo. El reinado del sonido dejándote mecer
en el agua abandonado a una deriva que siempre te llevará a buen puerto. El
instrumento, la canción, el ritmo de unos tacones sobre el tablao, de unos
nudillos sobre la mesa. La risa inevitablemente contagiosa de un niño pequeño.
El gemir gozoso de una mujer. La enorme maravilla que supone una conversación
pausada, tranquila, profunda, íntima, el abrirse en palabras de dos personas
dejando atrás lugares comunes, verbos superficiales, el agotador sonido del
vacío existencial. El diálogo, los interrogantes, las respuestas que vienen de
adentro, los silencios que lo dicen todo, que expresan muchos más que miles de
palabras puro ruido.
El superlativo e infinito placer de sentirte querido. Todo un discurso
vital resumido en dos palabras. La posibilidad de infinito valor de sentir el amor. La impagable vivencia de la
amistad. Esos momentos que no se borran, a los que recurres una y otra vez
cuando pareces resbalar hacia lúgubres cavernas, los tiempos que la vida te ha
regalado y que ahora, en tiempos de mazmorra, son las agarraderas que evitan te
lleve la corriente hacia el sumidero de la tristeza, gracias a ellas, pese a tu
inmóvil vida, nunca serás nadie.
La estrella se fue apagando pero su luz aún se percibe.
Me gusta, siempre me ha gustado leerte.
ResponderEliminarTe admiro desde que te encontré. Enseguida te ganaste mi cariño y Amistad.
Ojalá supiese cómo frecuentar reflexiones o silencios. No me siento a tu altura. Pese a todo "... a partir de mañana/ ..." intentaré no perderme algún tiempo que te quede libre.
Mi CARIÑO/AMISTAD y ADMUIRACIÓN por ese orden
Gracias, gracias, muchas gracias Carmen. Yo también te admiro. La vida me ha quitado muchas cosas pero me ha regalado personas a las que admirar y querer. Un fuerte beso
Eliminar