Lanzo este mensaje al mar esperando que otro naufrago lo encuentre y le sea de utilidad.
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martes, 28 de junio de 2016
JÚPITER
jueves, 23 de junio de 2016
La buena muerte
Circula el llamado “Canon de la muerte ideal”, elaborado por Marga Marí-Klose y Jesús M. De Miguel propuesto
para la ciudadanía española en el año 2000 y que viene a sintetizarse en los
siguientes puntos:
- Morir sin dolor.
- Morir durmiendo o inconsciente.
- Morir rápida y súbitamente aunque no joven.
- Morir a edad avanzada aunque en buenas condiciones físicas y mentales.
- Morir rodeado de lo seres queridos.
- Morir en tu propia casa.
La primera pregunta que uno puede
hacerse es si es posible, en rigor, establecer un canon ideal sobre la muerte
que sea extensible para una aceptación mayoritaria de la población. Un canon
indiscutible, que no exija matices. Soy yo así de peculiar o lo que es
verdaderamente peculiar es la idea de muerte que tiene cada uno. Ese canon más
allá de la bondad de sus puntos pone de relieve la manera en como entendemos
nuestra vida y nuestra muerte.
El primero de los puntos es
claro: no queremos dolor. Queremos una muerte higiénica y analgésica del mismo
modo que queremos una vida así. Es posible evitar en gran medida el dolor
físico, estamos capacitados para ello y es estúpido prolongar una vida cargada
de dolor y sin esperanza alguna de superación de esa situación en algún momento
cuando esto no se desea y es posible evitarlo. De hecho es mayor el miedo al
dolor que a la propia muerte. Ese primer punto creo que resulta indiscutible
para todos, el problema radica no en como idealizamos nuestra muerte sino en
como pretendemos también idealizar nuestra vida convirtiéndola también en algo higiénico y analgésico.
El dolor forma parte de la vida y es por lo tanto inevitable. Nos encontraremos
en algunos momentos y periodos con ese dolor físico que se podrá paliar, a veces,
pero no siempre y sufriremos también el dolor psicológico y será inevitable que
nos enfrentemos a él. Hemos construido una sociedad formada por unas personas
que no saben como gestionar el dolor, que lo intentan apartar, cerrar los ojos
ante él, ignorarlo, nos asusta. El enfrentamiento con ese dolor nos deja a
menudo muy tocados, perturbados, incluso, por nuestra afán obsesivo e inútil de
evitarlo, un afán que nos lleva a construir una sociedad que se empeña en alzar muros que impidan el acceso del dolor ajeno. Esta bien pretender una
muerte sin dolor pero no podemos evitar la vivencia del dolor a nuestro
alrededor. El afán curativo y analgésico ha de ir más allá de nuestra persona y
nuestra familia. Lo que yo he hecho hasta el momento final justifica o no, en gran
medida, mi deseo de vivir sin ese dolor.
El segundo de los puntos del
canon es morir durmiendo o inconsciente. Se trata de morir sin saber que se va
a morir. Dormir y no despertar. Completamente contradictorio con el deseo de
morir rodeado por los seres queridos. Pretendemos una muerte no vivida,
renunciamos a ser actores en ella, deseamos hacer mutis por el foro sin ser
conscientes de ello pero ante nuestros espectadores queridos con un aplauso y un
llanto final. Queremos morir sin saber que morimos, con una larga vida detrás,
conscientes de la cercanía de ese momento pero deseando que al mismo tiempo nos
atrape por sorpresa. La muerte forma parte de la vida pero no queremos vivirla.
Comprendo la sorpresa que en algún momento produje al decir que deseaba
saborear la muerte. Dicho así puede parecer un acto de masoquismo o incluso de
cierto sadismo al pretender que mis seres queridos contemplen esa prolongación. Puede ser que llegado ese momento me atrape el terror pero no me
gustaría que fuese así, desearía poder despedirme y poder besar, pedir perdón y
dar la gracias, vivirlo con equilibrio y serenidad, poder contagiar paz y no
transmitir miedo. Vivir el momento previo a la muerte que no tiene por qué ser
el instante inmediatamente anterior. Me gustaría poder elegir ese momento si mi
situación es un dolor permanente para mí y para los otros, saber que cuando me
duerma, me duerman, ya no despertaré. Tener tiempo en esa idealización para
volver a ver a las personas que fueron algo en mi vida, poder despedirme de
ellas y decirles aquello que me faltó por decir. Aquí introduzco necesariamente
un término demasiado denostado y rechazado: la eutanasia. Todo esto es
incompatible con una muerte inconsciente y rápida.
Este es el tercero de los puntos
de ese canon: una muerte rápida pero no joven, coherente con el cuarto, una
muerte a edad avanzada. ¿Cómo puedo establecer ya el momento ideal para mi
muerte? El momento ideal para mi muerte ha de ser aquel en el que la vida ya carezca de sentido para mí, aquel en el que sólo transmito dolor. Desearía que
ese momento me llegara a edad avanzada pero nunca se sabe a ciencia cierta
cuando llegará y menos cuando se padece una enfermedad neurológica de
progresivo deterioro. Eso sí, desearía que ese momento me llegara con los
deberes hechos, creo que para todos es así, especialmente cuando se deja una
familia detrás. El momento ideal para la muerte es aquel en el que la
prolongación de la vida es puramente artificial. Con la finalización no
asistimos a una muerte artificial sino al final de una vida artificial. Es ese
momento a los 30, 40, 50, 60 u 80 años en el que quizás deseemos morir, toda la
vida que se nos prolongue más allá de él empeñados en una lucha contra la
propia vida es un esfuerzo insensato. En muchas ocasiones yo seré consciente de
que la muerte se me acerca y podré participar en la decisión de que esta llegue
ya y en la forma en la que deseo que llegue. Ser protagonista hasta el último
momento en el que pueda forma parte de mi muerte ideal.
Claro está que quisiera morir
rodeado de mis seres queridos, pero no para que ellos me vean fallecer sino para
poder realizar una despedida, para poder besar y ser besado, para poder llorar
en calma con ellos si es necesario o para poder decir alguna broma si es
posible y recibirla con las manos entrelazadas. Quisiera estar rodeado de mis
seres queridos pero no necesariamente en el momento de mi muerte clínica sino
en aquellos últimos minutos en los que yo pueda ser señor de mi consciencia. A
partir de entonces sólo queda la ida que bien puede ser instantes después o
prolongarse más tiempo. No me gustaría morir solo aunque no sé si en ese
momento seré capaz de percibir la compañía. Si así fuese claro que me gustaría
sentir el roce de una caricia o la música de unas palabras de cariño si en
verdad me hubiera ganado esto.
Por último no me importa tanto el
lugar del momento exacto de mi muerte sino todo lo anterior. El lugar viene de
alguna manera determinado por el modo de vida en el que nos encontramos, por la
dispersión de los miembros de la familia que hace que los ancianos, los
abuelos, difícilmente formen parte del núcleo doméstico. Cada vez más todas
estas palabras son una idealización de la muerte pues podremos morir solos de
la misma manera en que seguramente viviremos solos y cada vez más moriremos
lejos de nuestro hogar en la medida que ya no tendremos hogar, las residencias
parece que serán nuestro destino, los “morideros” como dice Luis Montes. Un
periodo demasiado extenso de nuestra vida en el que descendemos hacia esa
muerte y en el que difícilmente podemos contar con la presencia que nuestros
familiares durante todo ese tiempo. Es todo este tiempo final en el que la
muerte no está presente el que realmente me da miedo y el que me gustaría
evitar anticipándola si fuese necesario. Es todo lo anterior lo que es
verdaderamente importante, sin mis seres queridos no habrá hogar y éste se
encontrará allá donde se encuentren ellos.
Tanta vida que queremos cumplir
sin tratar apenas esta cuestión, tanto tiempo desaprovechado en el que creemos
que esta no llegará en la medida en que la ignoramos. Seguramente nuestra
muerte nunca será plenamente ideal pero hablar sobre ella y tomar decisiones
sobre ella cuando aún estamos a tiempo podrá servir para que aquellos que nos
rodeen de verdad entonces intenten hacer que esta se aproxime de algún modo a
ese ideal. Hablar es espantar, de alguna manera, su fantasma y es aprender a
vivirla aunque sea desde la ficción con el intento de ofrecer un testimonio
sobre ella sean cuales sean las condiciones en las que la vivamos. El hablar
paradójico de una buena muerte puede llamar la atención pues la muerte siempre
será dura pero es posible aspirar a que nos quede de ella un sabor agridulce y
esto es posible. La despedida siempre nos producirá llanto pero también es
posible que tiempo después, no mucho después, nos arranque una sonrisa. Esto
dependerá de las circunstancias en las que ésta se produzca, pero también de
cómo nosotros, los que acabamos el ciclo vital, la vivamos y no está mal que
empecemos a hacerlo desde ya, cuando la muerte para nosotros no deja de ser una
idealización.
La imagen es un fotograma de la película La fiesta de despedida
La imagen es un fotograma de la película La fiesta de despedida
miércoles, 15 de junio de 2016
EL OTRO
La baba le caía por la comisura
de los labios, ya nada podía impedirlo, se había dado por vencido y parecía
despreocuparse del efecto que esta causase en los que le rodeaban. Siglos atrás
e incluso mucho tiempo después no tan lejano personas como él habían
permanecido encerradas en sus casas ocultas a los demás si no se las había
dejado morir. Eran la expresión de la fragilidad humana y ser conscientes de
esta fragilidad nunca había sido bien aceptado. La burla, el desprecio, la
persecución, el apedreamiento hubieran sido la casi segura consecuencia de ser
mostradas en público. Se trataba de evitarles esto y, al mismo tiempo, de
evitarse la vergüenza que un familiar así suponía. La deformidad, una
incapacidad para el movimiento, la discapacidad psíquica, la imposibilidad para
llevar a cabo las tareas más básicas, el establecimiento de una mínima
diferencia era razón más que suficiente para establecer la frontera entre ellos
y nosotros. Se trataba de encerrarles en una categoría con sentido despectivo y
condenatorio: los otros.
Esos otros siempre han servido
para sentirnos más grandes, tanto que el mero hecho de su existencia podía
justificar nuestra mediocridad. Incluso ahora, cuando la palabra integración se
ha hecho de uso normal no dejan de ser utilizados para sentirnos bien. Siguen
siendo otros y es nuestra generosidad la que les permite compartir con
nosotros, los normales, su anormalidad. Los otros, etiqueta ideal y extensible
a todo aquel que parece amenazar nuestra cultura, nuestra religión, nuestros
hábitos, nuestro estilo de vida, nuestro refugio, todo aquello que creemos
alcanzado y nuestro y que parece protegernos, a todos aquellos que parecen
poner en riesgo la capacidad para ser nosotros.
Hasta hace muy poco e incluso no
podría asegurar que ahora mismo no es así, me era incómodo contemplar como una
persona adulta necesitaba ser ayudada en la comida, como le acercaban la
cuchara a la boca y esta la abría y con frecuencia le quedaban restos de esa
comida por los labios que le eran limpiados cuidadosamente con la servilleta, cómo
se le troceaba el filete y le pinchaban uno a uno cada uno de esos trozos, cómo
le daban de beber acercándole el vaso a la boca y esta bebía deseosa al mismo
tiempo que el líquido se derramaba por los extremos de esa boca. Me era
incómodo verla si bien hacía el esfuerzo para que esta incomodidad no se me
notara. Me era incómodo oírla cuando me sentía incapaz para comprender buena
parte de lo que me decía. Parece mentira cómo algo así puede poner en juego la
comodidad en la que pretendes encontrarte. El otro te amenaza no con su acción
sino con su mera existencia. El otro ya no es el ser alejado de ti que reafirma
tu diferencia, sino que esta ahí, a tu alcance y tú al suyo, que te interroga
con su simple mirada, es el espejo en el que puedes ver tu pasado, tu presente
y tu futuro.
Ve que quedan restos en mi plato
que ya no puedo coger, sin decir nada, me coge la cuchara, recoge los rebeldes
restos y los acerca a mi boca. Ahora el otro soy yo.
Foto de Carlos Díaz-Pinto Navarro de Raw Colectivo Fotográfico.
jueves, 9 de junio de 2016
LA TIRANÍA DEL DÉBIL
Casi toda enfermedad,
especialmente crónica, tiene dos caras, el enfermo, sin duda alguna, y los que
le rodean, sobre todo su núcleo más cercano. Cada una de esas caras padece la
enfermedad, la siente, la sufre y lo hace más allá del proceso biológico en
curso. Ese padecimiento también está en función de la otra cara, la que lo
suaviza o agudiza. Dependiendo de cómo el enfermo lleve su mal será más o menos
llevadero para la persona cuidadora y para ese círculo más próximo. En función
de ese llevar seguramente el enfermo se irá quedando solo o no, la red que
proteja su caída se mantendrá o él mismo colaborará a su ruptura exponiéndose a
una caída sin fin. La empatía supone entender los sentimientos del otro,
habitualmente esta se entiende desde el alto al bajo, desde el poderoso al
pobre, desde el fuerte al débil, desde el sano al enfermo. Es este último el
que normalmente se coloca en el centro, allá donde todo ha de gravitar a su
alrededor, todo y todos viviendo en función de sus necesidades, valorándose en
función del otro. Los enfermos siempre llevamos razón, los enfermos siempre
hemos de ser los primeros, el sufrir de los enfermos siempre ha de estar por
encima del de los otros, los enfermos no debemos por qué tener la obligación de
la empatía, por qué entender los sentimientos de aquellos que nos rodean y de
aquella persona que nos cuida. Si me autoproclamo el débil, en ocasiones,
paradójicamente, me constituyo en el fuerte si por esa necesidad mía hurto las
necesidades del otro, si yo me constituyo en la vara de medir por la cual se
hace o no posible la autoestima de la otra persona, si en ningún momento se me
pasa por la cabeza que yo también tengo la obligación de sentir empatía hacia
la persona que me cuida, de indagar en sus sentimientos y comprenderlos. La
realidad se puede convertir en algo aparentemente imposible, en la tiranía del
débil, en un mundo que asfixia a la cuidadora, esta persona no tiene espacio en
donde crecer. Asistimos a la teatralización del dolor, a su sobreactuación, no
me refiero al fingimiento sino a que este ocupe todo el espacio, se expanda
continuamente hasta que esa dilatación termine por asfixiar al otro. El
“fuerte” se encuentra encasillado en este papel sin margen para el descanso y la
fragilidad. Todos nos encontramos ante momentos en lo que todo parece
venírsenos abajo y en los que se hace necesario el apoyo la ternura pero cuando
el reparto de papeles es tan rígido esto se hace imposible, el débil se
atrinchera en esa debilidad y el fuerte se ve imposibilitado para dejar de
serlo aunque sólo sea por unos instantes. La enfermedad crónica puede ser algo
invivible para el enfermo pero también puede serlo para el cuidador. No siempre
es fácil encontrar culpables o inocentes en algunas situaciones de ruptura, es,
a veces, el autocatalogado débil el que realmente asfixia al otro. Toda persona
tiene la necesidad de respirar, de salir al aire libre pues el de su entorno se
encuentra viciado. No es la enfermedad la que vicia ese aire, son las personas
que la viven las que lo hacen. Dice un cantautor, Rafael Amor, que no hay peor
tirano que un esclavo con su látigo en la mano, también el enfermo, también el
“débil” puede tiranizar al otro.
El “débil”, el enfermo, puede ser
el fuerte por naturaleza vengándose en la otra persona por su desdicha,
golpeándola una y otra vez en su autoestima, no aceptando el papel que le ha
tocado vivir. El dolor convertido en resentimiento cebándose en quien no tiene
culpa del mismo. Hacer daño intentando, de esa manera, que el suyo propio se
aminore. Lograr transmitir el tormento creyendo que este ha de ser intensamente
compartido.
El “débil” también puede ser el
débil sobreactuando hasta dejar escrito su dolor en cada rincón de la casa para
que la otra persona sólo respire su lamento o haciendo del chantaje afectivo el
arma letal que termine rompiendo la pareja. Otra sobreactuación que le haga
recordar al otro los papeles adjudicados a cada uno y el deber moral que tiene
comprometido, deber que se resquebraja en cada recuerdo, más deseo de huir en
la medida en que la relación se convierte en un callejón sin salida. El afecto
no puede exigirse como deber moral, no pueden imponerse sino que ha de ganarse
mediante el agradecimiento y la empatía. No hay dolor que nos libere de esta
exigencia.
sábado, 4 de junio de 2016
LOS VIRUS EMOCIONALES
Víctor Moreno, profesor, escritor
y crítico literario, especializado en el fomento de las competencias
lingüísticas, especialmente de lectura y escritura, afirma en uno de sus libros
refiriéndose a la animación lectora que es imposible contagiar el virus que no
se padece. Si esto puede ser perfectamente asumible es lo que se refiere a esa
lectura y escritura no puede ser de otra manera cuando nos referimos a la
educación emocional. Discutir si esta última es o no es una competencia
docente, es una discusión estéril en la medida en que la pregunta no debería
ser si es o no es sino qué tipo de educación emocional es la que transmitimos
ya que, de hecho, en todo momento estamos educando en ello y no podemos ni
debemos eludir nuestra responsabilidad sobre la misma. Toda estrategia o
procedimiento educativo va acompañado de una conducta que las resalta o anula. Educar
ha de ser trabajar las diferentes inteligencias múltiples y entre ellas, con
una importancia especial, la inteligencia emocional.
Tener una adecuada inteligencia
emocional nos supone tener autoestima, ser personas positivas, tener empatía,
reconocer, controlar y expresar nuestros sentimientos tanto los positivos como
negativos, ser capaz de superar las dificultades y frustraciones y alcanzar un
equilibrio entre la exigencia y la tolerancia a uno mismo y a los demás.
Alcanzar el dominio de esta inteligencia no es, sin más, un proceso racional ya
que las emociones poseen unos componentes conductuales que es necesario
contagiarlos, no sólo que se comprendan; y ese contagio sólo será posible en la
medida en que nuestra conducta así lo transmita. Es nuestro comportamiento el
que, en buena medida, genera o no autoestima si logramos ese equilibrio entre
la exigencia y la tolerancia ante nuestro alumnado, difícilmente transmitiremos
empatía si este alumnado no percibe en nosotros que sus sentimientos son
comprendidos, que percibimos la particularidad de cada uno de ellos y actuamos
en consecuencia a ella, raramente se educa en la capacidad de control y
expresión de las emociones si el desconcierto nos sobrepasa, si se percibe
fácilmente nuestra irritabilidad, si la ira nos descompone y domina, si
transmitimos generalmente unas expectativas negativas, si mostramos un
predominio de la inseguridad en nuestro quehacer diario. Las emociones se
educan con emociones y la preparación pedagógica de esta educación tiene un muy
importante componente personal. Difícilmente tendremos siempre un completo
dominio de las capacidades expresadas más arriba. Mejorar profesionalmente, en
la docencia, ha de suponer también una mejora personal para este quehacer
emocional. Recordemos que la educación en este ámbito es inevitable y, por lo
tanto, también lo es el crecimiento personal del docente. Es un reto difícil,
duro pero también es una aventura apasionante. Qué persona construimos, con qué
ambiente la estamos envolviendo, son las preguntas fundamentales que
necesariamente conllevan otras: qué persona soy yo y qué relaciones se han
establecido en el equipo de trabajo. La docencia supone situar un espejo en el
que quedamos reflejados y en el que analizamos nuestros puntos fuertes y
nuestros puntos débiles, se trata de un proyecto educativo en el que también
tiene cabida nuestro proyecto personal, desde donde partimos, hacia dónde queremos
crecer, cuáles son nuestros obstáculos y qué pasos vamos a ir dando. El examen
también es nuestro. La autocrítica es necesaria.
La educación emocional ayuda al
resto del proceso educativo, se trata de un proceso inacabable, en el que
siempre nos quedarán objetivos por conseguir, es también ese permanente
quehacer al que nos enfrentamos como personas y del que no podemos escapar.
Educo a los otros en la medida en que yo también me educo.
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