Asisto perplejo al circo que nos
rodea en el que cada figurante realiza su propio simulacro de comunicación y lo
he de reconocer, cada vez me importa menos; estoy convencido de que los cambios
significativos a los que yo podré asistir en el periodo que representa mi vida,
una vida más, una vida normal y corriente, una edad media sin pretensión alguna
de romper esa barrera, si existen, seguramente pasarán desapercibidos para mi
pues serán una acumulación de cambios mínimos, casi insignificantes, siempre
frustrantes y que sólo desde la distancia, a largo plazo, quizá adquieran
enjundia. Es por eso que creo no me merece la pena mantener mi atención sobre
ese ejercicio de mediocridad al que asistimos, a todos se le llena la boca con
la palabra diálogo y comunicación y todos, en mayor o menor grado, pretenden
guardar un as en la manga que seguramente sólo es un naipe viejo y trucado,
gastado por muy usado y con el que todos parecen creer que podrán engañar al
otro. No se si se trata de un pasotismo que me envuelve o es la edad y mis
circunstancias que me lleva a reorganizar la jerarquía de valores a los que hoy
debo prestar atención. En sólo tres días he asistido a tres ejemplos de la vida
de a pie, la de cada día, que me han puesto de manifiesto la enorme dificultad
que tenemos para establecer esa comunicación. Han sido tres experiencias
cercanas de las que ponen de manifiesto la realidad compleja, bella y dura a la
vez del ser humano. Si nosotros no podemos qué sentido tiene creer que ese
ejército de… no sé cómo calificarlos, hacedlo cada uno, son capaces de
lograrlo. Lo que verdaderamente cambiará una historia es ese ejercicio
constante de comunicación anónima, diaria y verdadera, empezando en nuestro
círculo más cercano e íntimo.
Las palabras acercan y alejan,
depende de cómo las utilizamos, pero sólo comunican las que llevan adheridas a
sus signos, sean gráficos o fónicos, una semántica auténticamente vital, una carga
de emociones y, sobre todo, un enorme cargamento de verdad. Es muy difícil la
comunicación sin que a veces lleve palabras que hieren, aquellas que hacen daño
y que a menudo callamos por temor. Temor a dañar al otro o temor a salir
castigados nosotros y la consecuencia, a menudo, es el distanciamiento y es ahí
donde casi siempre resultamos doloridos. No hay madurez sin aprender a aguantar el dolor
y no hay relación madura sin que en su ir y venir se entremezcle la alegría y
el dolor, la risa y el llanto. Comunicarse es hablar con sinceridad y sin miedo
a ese dolor. El significado de las palabras no es único sino que depende de su
contexto, de su entonación y de todo aquello que las acompaña. El acto de
comunicación no puede detenerse si creemos que las emociones que hay sobre el
tapete no son las adecuadas. Hay emociones que aportan un plus de sinceridad en
ese acto y que ayudan a que la comprensión del otro sea más completa, del mismo
modo que nos ayudan a crecer. Dialogar también es llorar y que las palabras nos
salgan como en una catarata mientras el llanto nos recuerda o que nos salgan
entrecortadas al tiempo que intentamos controlar los sollozos. Pero dialogar
también es reír, dejar escapar las palabras al tiempo que las carcajadas, pero
una risa sin soberbia y sin egolatría. La comunicación se produce cuando la
risa que la acompaña se encuentra basada en nosotros mismos, somos nosotros los
sufridores de la mismas y sus destinatarios. En ese intercambio de sonidos
también hay que recalcar la importancia del silencio en la comunicación, del
mismo modo que el silencio es fundamental en la música lo es en el diálogo para
aportar significado y para, fundamentalmente, escuchar. No hay diálogo sin
escucha, no hay diálogo sin silencios, parece que estamos siendo educados en un
combate verbal en el que lo que verdaderamente importa es imponerse al
contrario derrotando el argumento que creemos que el otro emite para eso es
necesario interrumpir, adelantarse, el silencio y la escucha parecen de
perdedores. Este es el teatro del ring al que asistimos en la televisión pero
muchas veces es tán bien el que nos encontramos en nuestra sala de estar.
Pero la comunicación no ha de
basarse únicamente en palabras también es conveniente que sea un diálogo
corporal. No me refiero exactamente a una sexualidad genital, está expresa sí
pero carece de matices y estos son los que han de acompañarnos siempre,
hablemos, callemos o acariciemos. Es nuestra naturaleza animal la que ponemos
en juego, absolutamente necesaria, si, pero insuficiente. Expresarnos
corporalmente es saber responder a la llamada la otra persona. El diálogo corporal, la comunicación que
pretendemos hacer es la del abrazo cálido y firme, es la que besa cada una de
las lágrimas que van cayendo, la que acaricia con las yemas de los dedos el
cuerpo desnudo, en silencio, mientras la otra persona siente y escucha ese
silencio, es la que también besa ese cuerpo desnudo mientras el otro va
cicatrizando sus heridas. En este diálogo es indispensable la mirada cómplice,
sanadora, saber escuchar con los ojos y también hablar con ellos.
Se trata de cambiar el mundo
desde nuestro entorno más íntimo con el ejercicio del diálogo y al mismo tiempo
cambiarnos a nosotros mismos.
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