El Reino de
Lucifer era difícilmente soportado por Yahweh
para toda una eternidad, sólo él era capaz de interrumpir la lógica del tiempo,
ser capaz de hacer finalizar la eternidad previa para evitar la eternidad posterior,
introducir un hecho y convertir en lineal lo que no lo es, lo que no tiene
principio ni final allá por donde se mire, insertar el concepto de temporalidad
allá donde no puede existir sino la perpetuidad hacia el origen y hacia su
término, dónde cualquier horizonte no existe. Es por eso que Yahweh encargó a
Miguel y a Rafael, sus lugartenientes, asaltar el infierno. Difícilmente podía
soportar que una criatura inferior, generada para su honra pusiera en cuestión
su misericordia infinita y su omnipotencia. Su esencia era lo infinito y en esa
infinitud debía de caber todo y el equívoco del ser humano se había empeñado en
establecerle límites y asemejarlo a sí mismo. Había entrado en ese juego
traidor y se encontraba ahora empeñado en desdecir el error con otro error al
que se veía abocado poniendo en solfa su omnipotencia.
Transmitida la
orden a sus arcángeles, estos la transmitieron a las dominaciones que
organizaron un ejército de serafines y querubines con un mandato final claro:
acabar para siempre con el infierno. ¿Qué supone el concepto de siempre en una
realidad eterna como es la que rodea a Jehová, se preguntará el lector? ¿Se
encuentra acaso preparado para comprenderlo? ¿Es posible comprender siquiera el
por qué y el cómo de un comportamiento plenamente humano en un ser que más que
un ser no humano es un no ser? No es cuestión de comprenderlo sino de aceptarlo
sin más, un ejercito angelical en pelea contra otro y haciéndolo fuera de la cronología.
Un batallón de serafines fue organizado con un primer objetivo: eliminar las
calderas que con su fuego permanente y terrible ensuciaban su imagen. ¿Qué ha
de importar a todo un Dios la opinión que de él pudiera tener alguno de sus
sirvientes? Es la debilidad del omnipotente.
El
avasallamiento fue fácil. La confianza en el statu quo hizo posible que a la
entrada un frágil Cerbero no opusiera resistencia desbordado por aquel pelotón
de serafines y querubines dispuestos a ofrecer su breve final con la confianza
en la eternidad de la gloria. Una fuerte ráfaga angelical penetró en el
Infierno. Por orden de Gabriel los ocupantes del limbo fueron perdonados y
puestos en libertad para después adentrarse en los nueve círculos concéntricos
en los que fueron apagando las calderas ante la mirada perpleja de los
lujuriosos y los castigados por su gula, sorteando a los avaros que arrastraban
los grandes pesos que habían acumulado, enfrentándose a la mirada ceñuda de
iracundos y violentos y descendiendo por los abruptos acantilados que conducían
a los fraudulentos, entre ellos aduladores, falsos profetas y políticos
corruptos que los saludaron como libertadores. Por último se encontraron cara a
cara con Satanás, ángel caído, alado e ignorante al que fracturaron en dos,
dando final al asalto.
El Infierno
había sido tomado, ya todo era un cielo continuo, un paraíso en el que el mal
no tendría cabida. Uno a uno fueron liberando a los condenados o devueltos
“temporalmente” a su lugar. Uno a uno hicieron selección entre los habitantes
del cielo y algunos fueron mandados a ese paraíso corrector y reinsertor. Tras
unos momentos de eternidad se ejecutó la siguiente orden: que las calderas del
nuevo edén fueran de nuevo encendidas.
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