He de confesar de entrada que no creo en otra vida ni en la existencia de un alma que sobreviva a mi cuerpo y ande vagando quien sabe donde por los siglos de los siglos, amén. De estar equivocado seguramente alguien, tras mi muerte, me recibirá con un pescozón y me dirá algo así como, “¿cómo que después de la muerte no había nada, descreído?”, y yo entraré con una sonrisa forzada y sin decir esta boca es mía. Qué remedio. De llevar yo razón, pues expiraré y allí se acabó. O me acabé yo y dejará de existir otro yo como yo mismo, otra unicidad que pueda ser equiparable a un yo como el mío actual. Pero este Jesús Mora pasará a formar parte de la vida en general, disgregada mi materia orgánica en partículas, moléculas, seres unicelulares y pluricelulares varios. Pienso que es la sabia manera de la naturaleza de hacernos ser útiles a lo demás y a los demás una vez que acabamos y somos conducidos al pudridero. Una manera menos egoísta, menos egocéntrica, que la de aferrarse a una hipotética vida propia para la eternidad, como si la naturaleza y sus ritmos no fuese capaz de continuar sin la presencia de un nosotros, encantados de habernos conocido, y descomponernos fuera una pérdida miserable de un ser precioso. Pero este asuno de la inmortalidad y la resurrección ya lo traté en otro momento.
Es lógico que, habida cuenta de mi forma de pensar, no conciba la posibilidad de poder seguir ayudando después de mi desaparición de esa manera tan peliculera, como alma en pena pululando alrededor de mis familiares. Lo siento, los que aquí me sobrevivan tendrán que nutrirse de otras ayudas de mi parte.
Hay ayudas que uno puede legar y disfrutando de ellas en la propia vida, es el caso del artista al que le puede sobrevivir su pintura, su música, su escrito para placer e inspiración de sus sucesores; o el del pensador que abre puertas y enciende lámparas a los que le siguen; o el científico que resuelve enigmas o soluciona problemas de salud. La ayuda a la población futura, en estos casos, está clara. Pero presiento que yo no estoy hecha para ella.
También tenemos a nuestro alcance la donación de órganos, pero también presiento que esta esclerosis múltiple que me acompaña desde hace años como sombra densa, no los hace muy apetecibles para quien los pudiera necesitar. Me imagino en ese momento al doliente con mi órgano entre los dedos, como una pinza, observándolo con desasosiego, inquieto por el posible veneno que le van a introducir en su cuerpo. No, mejor no le hagamos padecer ese trago. No creo que, ni tan siquiera, mis órganos fuesen aceptados a pesar de que esa fuera mi intención.
Pero sí hay una opción que se encuentra a mi alcance (y al de todos), se trata de la donación de mi cuerpo a la ciencia. Hace unos días, en una conferencia de Fernando de Castro, científico titular del Grupo de Neurobiología del Desarrollo Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, y miembro del CSIC, que trataba sobre una investigación que se está llevando a cabo con el propósito de encontrar “reparación” para la esclerosis múltiple, este lamentó la muy escasa existencia de cerebros de personas con esa enfermedad con los que se pueda investigar. De cerebros de pacientes muertos, claro está, porque, como bien dijo él, al vivo no le suele hacer gracia que le extraigan el cerebro para hurgar en él. Yo, a mis años y en las condiciones en las que me encuentro, tengo prácticamente aceptada mi derrota por la enfermedad (claro que me gustaría llevarme una sorpresa), pero me resisto a no poder colaborar en la futura victoria sobre la misma. Eso puede formar parte de mi legado. Reconozco que da cosa, en primer lugar porque supone pensar en la muerte con anticipación, una señora (o señor) a la que se quiere tener cuanto más lejos mejor, pero hay que desmitificar ese enorme dramatismo con el que la identificamos. Hay decisiones sobre ella que solo se pueden tomar ahora, luego es tarde. Tomarlas no nos acerca a la misma. En segundo lugar está esa idea en la que insiste mi mujer, pensar que allí estará tu cuerpo para que lo hagan cachitos unos novatos. Pienso yo, que más valdrá que unos novatos hagan barrabasadas con mi cuerpo yacente, que no que por no tener con quien experimentar, paguen las novatadas con inocentes seres vivos que, nunca mejor dicho, nada tienen que ver en este entierro. Pero no se trata solo de descuartizar, se trata de que a mí ya no me dolerá que me saquen el cerebro (no creo que lo vaya a necesitar) o la medula espinal para poder investigar qué carajo ha ocurrido en mis placas y qué puede ocurrir en el futuro en otras de unos desafortunados seres vivientes. Seguramente no habrá nada de mi yo que pueda sentirse alborozado en ese momento pero espero que así lo estén mis descendientes. Como cantaba Jacques Brel, en la canción Le moribond, “quiero que rían, quiero que bailen, quiero que se diviertan como locos, cuando me metan en el hoyo”, en este caso, cuando sepan que sigo ayudando después de muerto.
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