Debemos ser el cambio que queremos en el mundo.
MAHATMA GHANDI
Terminaremos por darle la razón al añejo Gonzalo Fernández de la Mora con su El crepúsculo de las Ideologías. Estas parecen dejar paso a los tecnócratas, a una realidad en la que las ideas suponen un alejamiento de la realidad y la gestión eficaz de esta solo debe de estar en mano de los expertos técnicos. El sometimiento de la política ante la economía parece reflejo de ello, la conversión de los programas electorales en recetarios electorales también, y la reducción de los discursos ideológicos al tiempo de las campañas electorales a modo de estrategias para la captación clientelar una reminiscencia de un pasado a la que queda bien volver de vez en cuando.
Una ideología se ha entendido como el conjunto de ideas sobre la realidad, sobre la sociedad respecto a lo económico, la ciencia, lo social, lo político, lo cultural, lo moral, lo religioso, etc. y que pretenden la conservación del sistema o su transformación. Pero, una visión de la realidad, ¿puede no conllevar una visión de la persona? ¿de uno mismo? Hablar de la virtud parece un anacronismo, la moral, los valores se han recluido en el ámbito de lo privado. Es el acuerdo de lo posmoderno, una fusión de intereses de ideologías, que se dicen, contrapuestas, que se dicen. Supuestas visiones de vida diferentes amalgamadas para producir un mismo hombre. De qué han de servir si generan la misma mediocridad, la misma mezquindad, si una vez que se bajan del escenario y se quitan el maquillaje, esconden la misma vulgaridad, ambicionando las mismas ruindades, edificando sus propios infiernos, legitimándolos.
No se trata del aspecto positivo que puede tener el concepto de pensamiento débil de Gianni Vattimo, el de una ideología flexible y acomodable a las situaciones de cambio desconcertante de la sociedad postmoderna; o la identidad necesaria en la modernidad líquida, de Zygmunt Bauman, que necesita la flexibilidad y versatilidad para hacer frente a las distintas mutaciones que el sujeto ha de enfrentar a lo largo de su vida; se trata, a mi modo de ver, de un pensamiento y una personalidad dúctil que puede deformarse, moldearse, malearse con facilidad, pero a diferencia del líquido que busca por sí mismo los espacios por los que adentrarse y extenderse, esta personalidad es fundamentalmente pasiva ante las circunstancias y se deja dar forma y carácter por ellas, es, fundamentalmente, dócil, aunque lo sea bajo una capa de falsa rebeldía o de contestación.
¿Pero cómo podemos hablar con autoridad de transformar la sociedad si no somos capaces de transformarnos a nosotros mismos, si ni tan siquiera sea algo que nos planteemos? ¿Resulta inevitable la afirmación de Marx, “No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”? ¿No podemos escapar a ese destino? El ser social parece ser el mismo y la ideología solo su caparazón. Observamos el ejercicio de la hipocresía con total naturalidad sin castigarlo, asistimos a la feria del insulto y de la mentira celebrándola y participando de ella.
Coincido con Ghandi, debemos ser el cambio que queremos en el mundo, este ha de ser el principio de toda conversión. Somos el material con el que se construye ese edificio, ¿y cuánto durará si sus cimientos se encuentran podridos? ¿qué hombre limpio logrará habitar en él sin respirar su aire viciado? No todos los que predicamos un nuevo mundo somos aptos para ser sus ciudadanos. ¿Seremos cizaña en medio del trigo? El discurso se ha escindido del ser y su dominio se ha convertido en la ventaja que les otorga el dominio sobre los demás, pero, a menudo, ese discurso no son más que palabras, simples sonidos, pura palabrería, expresión vacía e inútil que se va devaluando en la medida en que se nombra más impunemente. En la medida en que toleramos con cierta complicidad la corrupción y la deshonestidad también nosotros nos vamos envileciendo, quizás aguardando nuestra oportunidad. La visión que tenemos de la sociedad ha de comenzar por la que tenemos sobre nosotros mismos, esa visión sobre el hombre es la materia prima de la ideología, ha de formar parte del discurso, ha de convertirse en la primera exigencia. El camino más corto no lleva hacia ninguna parte, llegados los momentos de crisis lo que creemos realizado se desmorona, los que tomamos por aliados se afanan en buscar sus chivos expiatorios y desentierran la guadaña. Lo que hemos edificado sobre la arena se lo lleva el primer oleaje.
A riesgo de parecer anacrónico quiero hablar de virtud, de aquello que le hace a uno llegar a ser una buena persona. La capacidad para eliminar el odio de nuestras vidas, el continuo resentimiento, ninguneando a los profesionales de la hostilidad y del enfrentamiento, los que no tienen más palabras que decir que las de la discordia. Estos, si los hubiera, no forman parte de los míos.
La capacidad de elevarse sobre el pensamiento simple y ofuscado que solo se basa en trazar una irreal línea divisoria entre la verdad y la mentira, entre los buenos y los malos, entre el acierto y el error. Capaz de rastrear la verdad allá donde se halle, se encuentre enunciada o vivida sin más, capaz de descubrir la razón distinguiendo entre el discurso diáfano del privilegiado o el confuso del sometido, entre el verbo que enreda y confunde y la vivencia que duele y asusta.
La virtud que incorpora a su forma de ver la vida la misericordia y, con ella, es capaz de matizar su discurso. La que se pregunta por lo cercano y es capaz de crear un mundo nuevo desde ahí, la que es incapaz de mantener un doble discurso, el de la retórica pública farisaica y falsa y la de la realidad privada mezquina e incluso cruel, la que es consciente y rechaza la actitud hipócrita del que juega conscientemente al donde dije digo digo diego en función de mis intereses, la del que sabe diferenciar entre los fines y los medios y no convierte a estos últimos en los primeros, la del que se niega a convertirse en mero servidor de una institución mero instrumento, a descomponer su trayectoria vital y a sí mismo por el interesado y ruin propósito de un invento plena y crudamente humano. La del que se levanta cada día y no sacrifica una caricia por un aplauso, una cercanía por un voto, un compañero por un fiel, una verdad contraproducente por una mentira beneficiosa.
La política, en el amplio sentido de esa palabra, la religión, han de tener una función pedagógica, educativa. ¿Qué ha sido de ella en ambas? Se buscan clientes, fanáticos, incondicionales, feligreses antes que acompañantes críticos, personas. Se prima siempre la ortodoxia segura, pero cautiva, sobre la incómoda heterodoxia, pero libre. El objetivo de ambas es construir una nueva sociedad (el reinado de Dios, dicen los segundos) pero esta nunca se construirá sin la exigencia sobre el hombre, sin hacer de él un hombre nuevo, sin más dogmas que la ternura, que la piedad con el débil, que la caridad, que la estricta exigencia de honestidad, que el convencimiento vital de la igualdad de todos, que la ambición de justicia, que el anhelo de ser el hombre que pregono se ha de ser.
Pero no podemos escurrir el bulto, aquí no vale la escusa de la ignorancia como tampoco culpabilizar a otros de lo que es mi estricta responsabilidad. Atrapado en un infierno, rodeado de egoístas, yo sigo siendo el primer responsable de ser el cambio que quiero en el mundo, y lo he de ser con mi discurso, pero sobre todo lo he de ser con mi actitud vital, con el pequeño mundo que construyo a mi alrededor y el que edifico en mí mismo. Ser el templo que nunca he de dejar que se envilezca, la antítesis de lo que rechazo, el testimonio de lo que defiendo, el esfuerzo inacabable por llegar a ser un hombre bueno. Todo esto ha de ser parte fundamental de una ideología.
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