Que inconfesable placer al manifestar nuestra hostilidad hacia esa persona a la que responsabilizamos de nuestros males, al exteriorizar en forma y fondo ese rencor que nos muerde por dentro. Qué importa que esa persona tenga poco o nada que ver con ellos, lo importante es sacar la cólera a pasear. Mucha gente vive cargando un fardo en la espalda lleno de frustraciones, de ofensas atesoradas con mimo, de rencores, de culpas, de heridas, de amores fallidos, de desilusiones, de corazones rotos, de infidelidades, de miserias que envenenan el alma de resentimiento. El resentimiento parece haberse convertido en el sentir distintivo de la patria, acompañado jubilosamente por sus estandartes: odio, desconfianza, ira, estupidez. Los políticos alimentan con brío el fuego (perdónenme los inocentes la generalización) y en los medios de comunicación los arietes de la pocilga golpean con insistencia la escasa inteligencia de su público. ¡Gloria al resentimiento!
Una característica cada vez más extendida en nuestra sociedad, cada vez más incapacitada para ver la vida con serenidad y objetividad, cada vez más cargada de prejuicios, orgullosa de los mismos, haciendo alarde de ellos. Ciega ante su irracionalidad, centrada en sus monomanías activadas por la burla degradante como fuelle directo a las vísceras, transformando nuestras miserias en motivos de orgullo, avivadas por la hipocresía y el cinismo que, con desparpajo, se muestra una y otra vez. ¡Gloria al resentimiento!
El atajo para el triunfo es la destrucción del contrario, vale todo, los insultos, las mentiras, la infamia, la vejación. Vale todo mientras la plebe jalee la estrategia puesta en pie con el pulgar hacia abajo. ¡Gloria al resentimiento!
Hay que mantener vivo el fuego hasta lograr la incapacidad para el olvido y para el perdón, generar el sentimiento de ofensa y prolongarlo permanentemente. Que devoren las llamas al enemigo, que devoren también toda posibilidad de ver la realidad con calma y moderación. Que el juez sea el resentido, que el que busque el perdón y el entendimiento sea objeto de burla y escarnio. Pero el fuego puede llegar a ser incontrolable y puede arrasar a su paso todo vestigio de vida. Todos podemos terminar siendo cenizas. ¡Gloria al resentimiento!
Instauremos el prejuicio como eslabón de la cadena que nos une, el emblema que nos otorga identidad. Hoy los gabachos, ayer los de la Pérfida Albión, siempre los gitanos, los “sudacas”, los “panchitos”, los rumanos, los “negritos”, los “polacos”, los extranjeros, los pobres. La clave es olvidar de donde venimos, cuando también fuimos pobres, cuando también fuimos extranjeros; borrar de nuestra razón que podemos volver a serlo. Instaurar el culpable de todo ello en nuestras entrañas, siempre el otro, el adversario político, o el que tiene otro color, otra nacionalidad, del que es necesario desconfiar. Darle cuerpo al culpable, ser capaces de identificarlo, darle nombre propio si es posible, solo un ser real puede ser linchado. ¡Gloria al resentimiento!
Viva la simplificación fácil de deglutir, el mensaje transmitido en el grito, la repetición hasta la saciedad del escarnio, la mentira infinitamente repetida es convertida en verdad. Pensar por uno mismo es peligroso. Los que son incapaces de hacerlo son los encargados del discurso. Lo importante es la inmadurez, fácilmente impresionable, la irresponsabilidad, fácilmente manejable, la irracionalidad como código compartido para entenderse, la estupidez como lenguaje común. ¡Gloria al resentimiento!
Abaratemos el valor de la palabra hasta que quede reducido a la nada. La promesa no existe solo es una mera ilusión de los inocentes. Desdigámonos sin pudor, que la hipocresía llegue a ser un mérito y el cinismo una cualidad. Que la mentira no se perciba, que solo exista en el inconsciente colectivo y lleve aparejado un nombre o un adjetivo. ¡Gloria al resentimiento!
Premiemos la mediocridad, confundamos la fidelidad con el seguidismo irracional o interesado, fomentemos el fanatismo, castiguemos el pensamiento crítico, hagamos costumbre de la decepción, facilitemos la cólera y el desencanto. ¡Gloria al resentimiento!
Pasemos factura a nuestros contrincantes a la menor oportunidad, repartamos prebendas entre nuestros seguidores, que siempre se note quien manda, que la fidelidad sea el único valor y el antagonismo el gran pecado. ¡Gloria al resentimiento!
Cultivemos nuestras tradiciones ancestrales, las que nos marcan como colectividad: la persecución inquisitorial, la hoguera (metafórica, faltaba más), la confrontación fraticida, la rivalidad y odio entre vecinos, los excesos, la idolatría sin límites, la vejación y el ultraje sin límites, las fiestas nacionales en torno a maltrato, sangre y muerte. Mantengamos nuestras señas raciales. ¡Gloria al resentimiento!
Desahoguemos con ello nuestras frustraciones no resueltas, los desprecios acumulados, lo que quisimos ser y no hemos sido, las envidias enquistadas, los dolores no curados. Mantengamos siempre a nuestro alcance un chivo expiatorio sobre el que escupir nuestro rencor. ¡Gloria al resentimiento!
Despertemos la genética más agresiva y descubrámonos participando del desenfreno, liberemos los demonios, utilicemos, también nosotros, el absurdo y el desvarío, seamos uno más en la borrachera, y después, en el vía crucis de la resaca, aliviemos nuestro malestar con el vómito. Este es el país que nos ha tocado vivir y del que difícilmente podremos escapar. ¡GLORIA AL RESENTIMIENTO!
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