En los años de mi infancia (cuan lejos parecen quedar ya) un hombre con cincuenta años no era un adulto sin más, para mí representaba alguien casi de la tercera edad. Me impresionaban aquellos señores adustos. Hasta sus sonrisas, sus bromas, me resultaban adustas. Era ese niño que era yo, inseguro y enormemente tímido el que colgaba ese cartel a cada uno de sus gestos. Un cincuentón era un hombre de las cavernas sin más, un ser primitivo del que no cabía esperar una respuesta segura, al que había que temer forzosamente como medio de seguridad y supervivencia. Y hoy soy yo ese hombre de cincuenta años. Realizo un cuidadoso travelín desde aquel niño temeroso hasta este adulto de hoy y descubro que sólo soy el mismo niño escondido bajo las capas de cebolla depositadas por los años, capas de aprendizaje, de prudencia, ¿de hipocresía? La palabra "hipócrita" designaba, en el teatro griego, al actor que utilizaba máscara y disfraz para representar una personalidad ajena a la suya. Su objetivo era deleitar al público. Hemos ido aprendiendo a actuar y si no conseguimos deleitar al público, al menos pretendemos no enfurecerlo. Representar bien el papel.
Ese niño sigue mirando al espejo a este adulto. Le resulta forzosamente familiar la imagen que ve reflejada en él, pero no termina de identificarse con ella, le parece una máscara de la que no se puede desprender, que no termina de admitir que sea suya, que sea él mismo. Resulta que los cincuenta eran esto, uno sigue siendo el niño que los demás ya no reconocen en ti, es su mirada la que reajusta tu papel, la que te convierte en el viejo hipócrita griego.
Resulta que los cincuenta eran esto,
nada que temer,
una mirada algo triste cargada de melancolía no sabe uno bien de qué,
un animal cargado de deseo necesariamente domado,
un animal domesticado por las derrotas que se resiste a perder la utopía en su mirada,
un cuerpo que anhela ser tocado y besado y que cada noche se acuesta soñando con el mañana,
un liberto necesitado de perdón para liberarse del lastre oculto que soporta,
un presente cargado de pasados arañando espacios de futuro,
el viejo niño que deseaba reír a carcajadas y llorar desbordado por los sollozos, risa y llanto en las orillas de una corriente donde fluya la vida sin parar,
un anciano enluciendo vetustas palabras encerradas en el envanecido arcón de la juventud: ternura, misericordia, compasión, humildad, bondad,
un viejo gruñón que sueña con ser el adolescente que no fue.
Resulta que los cincuenta eran esto: el viejo niño encerrado en un cuerpo de viejo, esperando, simplemente, que le quieran.
CONTRADICCIONES
Si acaso he alcanzado algo de sabiduría ha sido gracias a perder certezas.
Si he podido ganar en libertad ha sido a costa de una mayor soledad.
Si ha aumentado mi soledad ha sido por abandonar los estereotipos.
Si he dejado los tópicos quizás he ganado en lucidez.
Incrementar la lucidez me ha supuesto más incomprensión.
Si soporto la soledad ha sido gracias a no estar solo.
Sobrevivo gracias a ellos. Es a ellos a quien debo dar la vida.
He aprendido que vivir es crecer entre contradicciones.
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