Los ciudadanos
de Isteria se encontraban orgullosos de su historia. Había sido una ciudad
poderosa, había dominado durante siglos a otras ciudades próximas y lejanas. Su
genio militar y también el coraje se había impuesto a la pasividad y desorganización
de las segundas, aunque también, entre los factores que habían intervenido en
esa expansión, era indispensable contar con la necesidad que en época de
penurias urgía a sus habitantes a encontrar nuevos territorios, nuevas materias
primas con las que nutrir su industria y desarrollar su comercio y nuevos
habitantes a los que tratar como esclavos fuera esta o no la condición a la
que, oficialmente, se veían reducidos.
También se
sentían orgullosos de su cultura, de los nombres universales del arte que la
habían poblado a lo largo de su historia y que habían logrado que el nombre de
Isteria se propagase a lo largo del resto del mundo como sinónimo de riqueza
literaria y pictórica, como tierra noble y culta. De eso se enorgullecían
aunque tendían a callar que en la formación de esa cultura habían intervenido
pueblos que ahora detestaban por lo que ignoraban el papel que en ello habían
desempeñado.
El idioma era
el tercer motivo por el que se sentían honrados. Su expansión lo había
convertido en una lengua numerosamente utilizada mucho más allá de sus límites
por lo que había generado un puente hacia otras ciudades y culturas que les
permitía salir de la ciudad sin dejar de sentirse como en casa. Se trataba de
una satisfacción lógica pero que hacía omisión de un detalle no pequeño: su
expansión se hizo a costa de sangre y sufrimiento e imponiéndose sobre otros
idiomas que no siempre quedaron arrinconados en el tiempo.
La ciudad en
sí, con sus torres proyectadas hacia el cielo a punto de alcanzarlo con la punta
de los dedos, las zonas ajardinadas que encontrabas en cada manzana, los
bosques que en el interior de la ciudad daban la oportunidad de encontrarse con
la naturaleza salvaje, los edificios históricos que habían sobrevivido al
tiempo y permitían disfrutar y recordar cada uno de los momentos de su
historia, el arte y la belleza que engalanaba cada barrio, era la cuarta razón
por la que los habitantes de Isteria anteponían su ciudad a toda otra realidad
que se encontrara más allá de sus fronteras, pero parecían no recordar las
huellas de otras culturas que en ese embellecimiento habían quedado y el sudor
y la sangre que el crecimiento se había cobrado.
Era, en fin,
la riqueza en la que casi todos habían crecido y el bienestar que había
presidido sus vidas. El trabajo que siempre habían tenido, la comida que nunca
les había faltado, el ocio del que podían disfrutar y los objetos, necesarios o
caprichosos, útiles o puramente ornamentales, de los que se habían rodeado. No
habían sido capaces, sin embargo, de establecer una relación entre ese
enriquecimiento, a veces desmesurado, y el paralelo empobrecimiento de ciudades
más lejanas, entre la satisfacción de sus necesidades y el hambre que se
extendía más allá.
Era todo eso
lo que veían amenazado con la presencia cada vez mayor de ciudadanos ajenos a
Isteria que habían llegado allá atraídos por su desarrollo y expulsados por la
miseria con la que debían cargar en su tierra. Ciudadanos que se agolpaban en
la periferia de la ciudad, en chabolas fabricadas con cualquier deshecho y que para escándalo de los nativos
afeaban esa belleza de la que se enorgullecían, vivían también en grandes naves
alzadas en pocos días exclusivamente para el trabajo o en viejas viviendas
abandonadas que ya no permitían la comodidad que en el presente se podía
alcanzar.
Ese alubión de
desplazados preocupaba cada vez más es por ello por lo que el Consejo Ciudadano
decidió reunirse con la intención de darle voz a ese creciente rumor popular de
defensa. “La ciudad es nuestra, si no ponemos límites a su llegada la nave se
hundirá y nosotros y nuestra cultura moriremos con ella” “Armémonos y expulsémoslos. Mañana será
tarde” “Su presencia sólo nos lleva a la pobreza. Lo que hay es nuestro, los
extranjeros no tienen ningún derecho sobre ello” “Fortifiquemos la ciudad, que
no logren pasar” Ese era el rosario de quejas que se escuchaba en el Consejo,
pero la ciudad también contaba con su propia Casandra que alzaba su solitaria
voz en una triste llamada a la razón.
“Lo que estáis proponiendo ya supone renunciar a lo que somos. No habrá
nada de valor que nos quede por defender porque ya lo habremos sacrificado
nosotros. Lo que planteáis será un suicidio” Pero esas palabras sólo lograban
cosechar burlas y desprecio, siempre había sido así, aquello que no se quería
escuchar era censurado, sólo se permitía esa voz para mantener un simulacro de
democracia que salía abortada ya desde la misma conciencia de los ciudadanos.
Se decidió
alzar una doble muralla que rodeara la ciudad y cuyas puertas no se encontraran
enfrentadas para dificultar así el acceso a la misma. Esa noche al fin sus
habitantes parecieron dormir tranquilos. Pero a la mañana siguiente, sin
lograrlo comprender, en muchos rincones y esquinas de la ciudad aparecieron
nuevos extranjeros mendigando una caridad.
“¡Los bárbaros
nos invaden! Si nos quedamos parados todo será un retroceso hacia el
salvajismo” .“No nos podemos dejar robar impunemente lo que es nuestro. Lo que
hemos alzado con nuestro esfuerzo se vendrá abajo en dos días si toleramos esta
agresión”. “No son de nuestra raza, son los restos de un insulto primitivo que
hay que erradicar”. “No somos nosotros solos los que nos encontramos
amenazados, es la pureza y el orgullo de nuestro linaje lo que está en juego”.
“Es el miedo lo que os lleva a la locura. ¿Qué somos nosotros sino mestizos?
Qué es lo que llamáis nuestra cultura sino, en gran medida, el fruto de la
suya?”. ¿Qué genes corren por vuestras venas? ¿De qué estáis hechos sino de la
lenta destilación de su sangre y su sudor? El espacio que ocupáis no es
vuestro. Todos somos dueños o todos ladrones”. “Sólo si salvamos mereceremos
ser salvados”. Esa voz iluminada y fatídica se empeñaba en hacerse oír entre la
repulsa y el desdén que la intentaba acallar.
“¡Las defensas
no son suficientes, es necesario reforzarlas!” Fue el grito prácticamente
unánime que se extendía por la ciudad. “Construyamos nuevas murallas.
Compliquemos el acceso. Establezcamos un laberinto en el cual les sea imposible
orientarse”. Levantaron dos nuevos parapetos escondiendo sus puertas lo más
posible para dificultar la entrada, pero la iniciativa continuaba sin dar los frutos
apetecidos. Periódicamente aparecían nuevos extranjeros que conseguían hollar
la ciudad.
La seguridad
se convirtió en una obsesión y las murallas fueron creciendo formando un
laberinto de imposible acceso. Una voz fue ahogándose lentamente en la ciudad. “Es
el hambre el problema, no las murallas” decía. Tiempo después por fin se logró
el objetivo, nadie fue capaz de atravesarlas. Los extranjeros fueron incapaces de encontrar la salida
y podía encontrárselos muertos en la maraña de callejuelas que se había
formado. Mientras tanto, los ciudadanos de Isteria también quedaron encerrados en
su propio laberinto. Murieron de inanición, egoísmo y estulticia.
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