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sábado, 24 de marzo de 2012

LA CUCARACHA


Mi tía Ángeles, hermana de mi padre, no caía bien en mi familia, servía de diversión, pero también daba miedo. De rostro enjuto y nariz ligeramente aguileña, con el pelo cano recogido hacia atrás en un moño y vestida invariablemente de negro o de tonos grises, seria aunque pretendidamente mordaz, carecía del ingenio suficiente para ello. En mi casa la llamábamos la cucaracha, habida cuenta de todo lo anterior, no es necesario justificar el apelativo. Tampoco ayudaba en nada la prole que tenía, una cuadrilla de hijos malcriados de los que era imposible dudar quien era la madre. Cuando su figura aparecía por la puerta siempre se provocaba una pequeña revolución en casa de idas y venidas en carreras, de rápidas escondidas para no dejarse ver.
La tía Ángeles avanzaba por los pasillos de la casa como si fuese la reina de Saba, mirando hacia un lado y otro en busca de alguna cosa que criticar, cuando la encontraba se detenía ante ella y la señalaba con el dedo sin pronunciar palabra hasta que captaba la atención de mi madre que se afanaba como loca en buscar la fuente de la desdicha. Solo entonces, la tía emitía su juicio sumarísimo que siempre concluía en una breve risa irónica que terminaba concluyendo de golpe. Entonces, tía Ángeles, se giraba y sin más dilación proseguía su entrada. Lo suyo era criticar, era una especialista en esa práctica. Sentada en el sillón, con las manos apoyadas en los reposabrazos y la barbilla levantada desmenuzaba sus ruindades sobre mi madre y, sin que nadie le pidiera opinión, se convertía en fiscal y juez sobre todo lo humano y lo divino que nos pudiera concernir. Cuando venía acompañada de sus criaturas, estas se dedicaban a hurgar y curiosear por toda la casa sin que nadie les hubiera autorizado a ello. Dignos hijos de tal madre, cuando encontraban algo que consideraban motivo de burla acudían a la carrera ante ella, carcajeándose sin medida y mostrando sus dientes cariados por los kilos y kilos de golosinas que engullían al cabo de la semana. Tía Ángeles acariciaba sus cabezas con orgullo y miraba a mi madre con gesto de lástima y misericordia forzada.
Era, como no, la cucaracha; era pues comprensible que mis hermanos y yo tuviéramos una visceral guerra a muerte declarada a esos insectos. Nuestra casa era un edificio antiguo lleno de grietas, agujeros y rincones donde ellas podían habitar y esconderse. Aquella batalla era una competición para nosotros, cada cucaracha era un trofeo que acumulábamos para ver quien era el cazador victorioso al fina del mes. Cada uno de los hermanos tenía un tarro de cristal con nuestro nombre escrito en un papel  y en el que guardábamos una a una cada una de aquellas valiosas piezas que al final de mes nos reportaba unas valiosas ganancias provenientes de las apuestas que hacíamos. A mamá no le gustaba aquella competición nuestra ni las burlas y risas que nos traíamos a costa de mi tía, no dejaba de recordarnos que llevábamos la misma sangre y que no era bonito reírse de los parientes y que Dios o la vida podría castigarnos por ello. Pero servían de bien poco esas regañinas pues, inmediatamente, en cuanto vislumbrábamos algún hemimetábolo nos lanzábamos en tropel a su caza y captura; servía todo, zapatillas, escobas, insecticidas, golpes o pisotones. Más de una vez aquella contienda terminaba en trifulca por defender la autoría de su muerte y captura, trifulca que a veces llegaba a las manos y que solía terminar en algún castigo físico o moral por parte de mi madre.  
Pero mi tía murió y esa costumbre la sobrevivió. Mis hermanos y yo mantuvimos esa cruzada contra las cucarachas hasta su completa erradicación. Veíamos en cada una de ellas su reencarnación. Es verdad que la presencia de mis primos, fieles a la estampa y el carácter de mi tía, ayudaba a ello, pero esto no terminaba de explicar que la fobia fuera heredada por hijos y nietos. Todos al alimón en una ofensiva que se terminó convirtiendo en la marca de la casa haciendo del exterminio de una especie una razón para vivir. Esa contienda fue, lógicamente, más allá de mi antigua casa para realizarse en cualquier lugar en el que estuviéramos. Se convirtió en una obsesión, una rareza patológica que nos marcó como familia y que en algún momento consideré podría tratarse de una maldición de mi tía que terminó incrustándonos en nuestra genética el castigo por aquellas burlas interminables que habíamos realizado de ella. Qué sino la genética podía explicar ese comportamiento, quizá la insistencia en determinadas conductas durante varias generaciones termina por dejar una huella genética que ya no se puede abandonar.   
Las casas de nuestros hijos se fueron llenando de tarros de cristal en el que dos generaciones fueron guardando esos cadáveres exquisitos. La competición se fue perfeccionando y ampliando hasta contabilizar no solo las piezas capturadas en una casa sino las que se habían obtenido en todas ellas. El ganador era valorado como el auténtico paladín de esa conflagración. Llegó también un momento en el que las cucarachas perseguidas no solo tuvieron por nombre Ángeles sino que podían atribuírsele cualquiera de los que tenían alguno de sus descendientes, lo que vino a suponer toda una separación entre las dos ramas de una misma familia. Lo que podía parecer gracioso llegó a resultar muy preocupante cuando a las casas de los hijos de nuestros hijos también se extendió ese proceder llegando hasta límites insospechados, como turnarse para montar guardia durante la noche, ir provistos de insecticida mata-cucarachas a cualquier lugar al que se acudiera y no sentarse allí sin antes haber rociado ampliamente los alrededores o saltar estruendosamente sobre alguna  que apareciera sin preocupación ninguna por el lugar en el que se encontraran, fuera reunión de trabajo o misa de difuntos.
Es por todo esto por lo que espero se me comprenda. No se trata de renegar de la sangre de la que he venido y que yo he ayudado a perpetuar, pero visto lo visto considero que llegado este momento de mi sorprendente existencia y tras el óbito correspondiente, lo mejor que puedo hacer en cuanto veo a alguno de mis familiares es quitarme de en medio todo lo más rápidamente que mis seis patas me permitan.

          

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