Con seguridad, cuando lea esto, mi mujer me volverá a decir que ya he perdido el pudor. No le falta parte de razón si bien lo verdaderamente cierto no es la perdida de pudor sino el trasvase de ese sentimiento a una realidad diferente. Dadas mis circunstancias he ido perdiendo intimidad a la fuerza, cuando uno es gran invalido es también un gran dependiente o lo que es lo mismo, uno ha ido renunciando, poco a poco, a su intimidad. Mi casa se ha ido ocupando por personas que me han prestado la ayuda que cada vez he necesitado en mayor medida y que me han ido contemplando de las maneras más dispares, por personal sanitario, por personal administrativo que ha venido a valorar distintas normas por las que he ido pasando y por fotógrafos a los que me ofrecí para colaborar en diferentes exposiciones sobre la esclerosis múltiple que han recorrido Europa o algunos pueblos de Ciudad Real, fotografías que se han podido hacer en la más completa desnudez. Puedo asegurar que si todo este personal se concentrase a la vez en mi dormitorio éste parecería el camarote de los hermanos Marx y yo, en medio de ese barullo, en completa desnudez, haciendo mis intimidades. La rutina va perdiendo intimidad, pero va ganando cierto valor simbólico de donde podemos inferir las características del tipo de vida que me rodea.
Hacía tiempo me encontraba yo en un momento que hasta hacía dos o tres años formaba parte de mi más absoluta intimidad, un momento fuertemente escatológico y que cada vez me es más difícil convertirlo en un acto rutinario que ahora mismo está resuelto. Servidumbres de mi estado. En esa situación siempre necesito la presencia y ayuda de otra persona. En aquella ocasión esa otra persona era mi mujer. Me cuesta mucho encontrar a otra persona con suficiente estómago para ello. Lo que me sorprendió esa mañana es que ella cantaba mientras realizaba una labor tan poco agradable. Mi estómago no hubiera sido capaz de emitir el más ligero silbido. Tiempo después, al encontrarme con una amiga, salió el asunto a relucir por una conversación banal, no voy aireando por ahí las pocas intimidades que me quedan, me había llamado la atención la paradoja que parecía encerrada en ese comportamiento. Cuando lo comenté mi amiga me hizo el siguiente comentario: eso, es amor.
Realmente ya lo sabía yo, pero me gustaba oírlo en boca de otra persona. Cuando lo bueno se convierte en costumbre corremos un alto riesgo de no fijarnos en los detalles ni en el significado que encierra cada gesto y en especial los grandes dependientes, como yo, que estamos acostumbrados a que nos hagan todo, cosa que damos por lógica y rutinaria. De ahí a que exijamos la atención permanente, reivindiquemos ser los primeros y no se nos caiga la queja de la boca va solo un paso cada día más pequeño. Y el amor, estemos como estemos, o se expresa o parece no existir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario