Recuerdo de las madres de antaño que con cierta frecuencia expresaban su lamento con un “sólo soy una burra de carga”. Supuestamente no trabajaban, pero eso sólo decía que no lo hacían fuera de casa y de forma remunerada porque dentro y sin recibir pago alguno a cambio lo hacían todo. Resulta verdaderamente complicado no pensar en ello desde la situación en la que me encuentro. En el momento en el que comencé la vida en pareja intenté evitar reproducir en ella un reparto tan desigual de las tareas, si es que por aquel entonces ya se podía utilizar el término “reparto” sin sonrojarse uno. He de decir que al menos lo intenté, aunque ha de ser mi compañera la que debe decir si lo conseguí o no. Logrado ese objetivo o no, desde luego no contaba yo con que hacia la mitad de mi vida me iba a sobrevenir una maldita enfermedad que me iba ir arrebatando todos y cada uno de los papeles que me había adjudicado hasta quedar postrado en cama sin poder mover parte alguna de mi cuerpo salvo la cabeza, movimiento que resulta de escasa utilidad para colaborar en las tareas del hogar. Llegado a este punto no sólo entregué mis ocupaciones sino que además me convertí en una ocupación más, una discreta manera de decir que me convertí en una importante carga. Muy difícil resulta la manera de evitar ese lastre por muy llevadera que se quiera hacer la forma de tenerlo. El problema, queramos admitirlo o no, sólo hay una forma obvia de resolverlo.
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