Se mira uno al espejo y descubre
algo que había pasado desapercibido: edad, algo que nuestro subconsciente
intenta ocultar. El mundo pasa, pero nosotros no, aceptarlo es aceptar también
nuestras frustraciones y renunciar a nuestras esperanzas. La persona que
quisimos haber sido y no fuimos. La vida es una mezcolanza de llantos y risas,
a veces más lo primero que lo segundo, de altura y profundidades, a veces más
lo segundo que lo primero. A menudo, cuando alcanzamos alguno de nuestros
deseos percibimos que no era exactamente aquello que esperábamos, que ese
triunfo tiene también sus costes, un precio con el que no contábamos, como si
el tránsito por la vida fuese gratuito y esa decepción nos lleva a querer ir
más allá, una pequeña utopía sin que tengamos que pagar nada por ella. Pero
nada en la vida es de balde, nada se regala sin que esto tenga su precio. Pero
ese autoengaño no puede ser eterno, tiene que tener un fin, descubrir que la principal
moneda que hemos de pagar somos nosotros y que ese ser, no solo maduro, también
viejo, que descubrimos frente a nosotros ha pagado con lo que no podía eludir,
su cuerpo, y ahora resulta inevitable volver la vista atrás y aceptar lo que
fue de ella y lo que fuimos nosotros, pequeños, sencillos, uno más, y que es
precisamente eso lo que puede habernos salvado. Se agolpan entonces los
recuerdos de toda una vida, las noches que te ibas a la cama pensando que aquel
día podía ser el principio de algo sin saber que ya era el final de una
historia; los besos no dados, aquellos que quedaron en la mitad del camino; el
diccionario de las palabras no dichas y el de los silencios no realizados.
Volver atrás la mirada es, inevitablemente, recordar tus errores, los de aquel
que no lograste ser y, a veces los aciertos, del que fuiste y todavía no lo
sabes. Y pasa por tu mente el fugaz deseo de haber sido otro distinto de quien
fuiste, los nombres propios que pasaron por tu vida y que quedaron almacenados
en tu memoria. ¿Qué fue de ellos? ¿Dónde estarán? Qué hubiera sido de ti si el
azar hubiera elegido otras suertes. Te miras al espejo y te ves cansado, no
tiene sentido a estas alturas pensar en algo distinto a lo que ya tienes y
quizás nada diferente sería mejor a lo que ya es, a las sonrisas con las que te
encuentras, al cariño que te rodea y a las personas que te necesitan. Y a lo
que vas a recibir.
Parece que lo que no te ha
llegado no te llegará ya ahora que te encuentras inmóvil, que la enfermedad te
ha atrapado y te ha hecho suyo, pero, sin esperarlo te va llegando lo
inesperado, noticias que empiezan no sólo a dar sentido a tu presente sino
también a tu pasado, ese que miras con tristeza creyendo que fue un tiempo
vulgar llevado a cabo por un nadie con ilusiones de un alguien, ahora te llega
lo que desconocías, que en ese tiempo fuiste importante para alguien, que
dejaste huella en su vida, que ese tiempo vulgar no fue tan vulgar. Compañeros
de estudio para los que fuiste fundamental tú que te creías un segundón que
nada importante dijo, amigos para los que fuiste esencial y que no habías
vuelto a ver desde aquellos años de adolescencia y juventud, alumnos que
pasaron fugazmente, hace mucho tiempo, por tus manos, y que ahora han decidido
dejarte claro lo importante que fuiste para ellos, tú, eterno insatisfecho, que
siempre pensaste que fuiste un maestro mediocre, que ni siquiera te creías
digno de ese nombre. Amigos de hoy, de ese, a veces triste, otras alegre,
siempre sentimental tras una barrera racional o racional tras una barrera
sentimental. Amigos de siempre, año tras año, que dieron todo a cambio de nada
y mi familia, y allí, como no, mi mujer, tan pendiente de mí que no sé qué
espacio he dejado para ella. Un adolescente de sesenta años lee hoy escritos
dirigidos a él que le sorprenden, que le cuesta creer conociéndose como se conoce
hasta el último rincón de su interior. ¿Qué puede hacer cuando cada una de esas
palabras acarician suavemente su corazón? ¿Qué puede hacer?... sencillamente
llorar.
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