El ejercicio
de la política es a la vez un ejercicio de educación popular y con lo que ello
conlleva la posibilidad de maleducar.
Lamentablemente la experiencia en nuestro país es que predomina la
maleducación sobre la buena y lo hace de tal manera que anula la percepción de
las experiencias positivas que seguro que las hay para entrar todos y todo en
un mismo saco de negatividad. No se trata solo de la creciente aparición de
casos de corrupción que con toda seguridad no es extensible a todos los
políticos aunque tal extensión forme parte de los tópicos del discurso general,
más allá de esos casos conocidos (y seguro que otros muchos no conocidos) de
corruptelas varias, enriquecimientos indebidos y desmedidos, sobornos,
cohechos, deshonestidad y otros términos cada vez más populares, se da una
descomposición de los conceptos de política y políticos con comportamientos no
siempre criticados o suficientemente criticados e incluso adoptados por buena
parte de la sociedad (aunque nunca es fácil decir qué es antes si el huevo o la
gallina), masivamente el ejercicio de esta actividad se asimila a una conducta
que, al menos desde mi puntos de vista, no sería deseable para la ciudadanía en
general. Esta práctica lleva a un rechazo de política y políticos o a una
asimilación de la conducta por parte de los ciudadanos.
Ser político
parece identificarse con comportamientos tales como una falsa fidelidad. Para
este término encontramos acepciones como exactitud y veracidad, sin embargo
nada más lejos de la realidad, los mensajes que los políticos transmiten no
buscan esa identificación desde el punto de vista objetivo ni del valorativo,
la única identificación que buscan es con el argumentario del partido y este se
encuentra en función de sus intereses, es decir, la realidad se oculta o se
deforma en función de esos intereses y el político no tiene pudor en
convertirse en mensajero de este argumentarlo diciendo hoy lo contrario que
ayer si es beneficioso para la organización, defender la misma actuación que
ayer condenaban en otros, silenciar lo que ayer denunciaban de otros,
deformando la realidad que resulta contraproducente. No se trata de fidelidad,
se trata de seguidismo y servilismo, nada más lejos de los sinónimos que
podemos relacionar con la primera como franqueza, nobleza, honestidad,
confianza. La mentira no encaja en ninguno de estos términos, el político
parece no ser digno de esta última en la medida que habla según su exclusiva
conveniencia y promete sin intención alguna de compromiso. La palabra carece de
valor alguno.
El efecto
sobre la sociedad es generar rivalidad, incompatibilidad, enemistad y oposición, una sociedad
desunida y enfrentada, apática o anómica. Se persiguen no seguidores sino
“seguidistas”, fans, más ofensores ajenos que defensores propios, convertir el
ataque en la mejor e incluso única defensa.
Esta actitud
implica una falta de pensamiento crítico y de juicio propio, poseer ambos
parece convertirse en un obstáculo para dedicarse a la política. Las conductas
favorecedoras parecen ser asentir, callar, incluso en los órganos internos, lo
que lleva a plantearse que se busca y suscita no solo la falta de pensamiento
crítico sino, más allá, la falta de pensamiento sin más, el prohibido pensar se
provoca a partir de la simplificación del discurso, se elude la complejidad
cayendo en la más burda simplificación. No se enseña a pensar, se produce
propaganda y no ideología. Unos políticos a la espera de recibir órdenes y una
sociedad a la espera de las mismas y que no sabe comportarse sin ellas.
La percepción
que se obtiene es que la personalidad demandada es aquella que es capaz de
convertir los intereses del aparato en los intereses propios en la medida en
que él se siente aparato y pretende mantenerse en él. No se percibe la política
como vocación pública sino como salida personal beneficiosa que uno se
encuentra dispuesto a defender hasta el final. Se aprende el pensamiento del
aparato de tal manera que este parece adquirir vida propia, se reproduce a sí
mismo cooptando a sus miembros y provocando el anquilosamiento de la
organización. Consecuencia: el distanciamiento social y la aparición de
términos como clase o casta política y de un aparentemente paradójico
corporativismo entre los supuestos rivales políticos.
La clave de toda educación es el ejemplo. La ejemplaridad
pública se convierte en algo incómodo solo deseable en el plano teórico en la
medida en que su testimonio deja en evidencia al resto, solo encontramos
ejemplaridad de baja intensidad en la medida en que esta es soportable y
digerible. Tampoco la ejemplaridad privada es condición para el acceso a la
vida política, su incumplimiento que ya de entrada puede desembocar en una
previsible corrupción es tolerable en la medida en que esta se mantiene en el
ámbito privado y no perjudica al aparato. El mal ejemplo se convierte en un "buen" ejemplo para
los ciudadanos (aunque podemos volver a lo del huevo y la gallina) y, por lo tanto, en un
comportamiento aceptado (siempre que se encuentre dentro de la organización con
la que yo ejerzo como seguidista) e incluso premiado, en muchos lugares y
ocasiones, a la hora de las elecciones.
Todo esto se
incorpora a la hora del discurso político pero en una muestra más de la ruptura
existente entre discurso y acción política. La recuperación de la vida política
exigiría una fuerte actuación regenerativa pero frente a esta se impone el peso
del aparato, en esta regeneración exigiría la “caída de cabezas” (perdón por el
componente belicista del término) actuación para que el aparato se encuentra
incapacitado y capacitado para ejercer un simple maquillaje, por varias
razones, la personalidad citada es la que predomina en su interior y su
sustitución no interesa ni a quien habla ni a quien aplaude, porque llevarla a
cabo supondría a menudo el escándalo de descubrir comportamientos indeseables o
el castigo de la aparente fidelidad mantenida durante años a la espera de que
le llegara su ocasión y en último lugar porque uno siempre tiende a sentirse
fuera de estas categorías y aunque así fuera uno no es consciente de que la
mancha que se ha extendido afecta a todo un grupo social independientemente de la
manera en que se encuentre implicado en su causa y por lo tanto, el sacrifico
necesario también habría de afectarle a él. Falta la generosidad y valentía
necesaria para este sacrificio y así lo percibimos en la ratificación que vamos
viendo de cabezas de lista para las próximas elecciones, el único cambio que se
pretende hacer es el de las palabras y estas fueron las primeras que ya
perdieron su valor. El nivel de protagonismo es excesivo así como la creencia
de sentirse indispensable.
He hablado
desde un primer momento de la política y los políticos debido, en parte, al
reduccionismo al que la partitocracia ha llevado al concepto “política”, pero
entendiéndolo en un sentido más amplio y positivo deberíamos incluir en él a otras organizaciones sociales que
intervienen en los asuntos públicos y pretenden incidir en ellos, hablaríamos
entre otras de los sindicatos y las iglesias también poseedoras de un aparato
similar, de un perfil de sus miembros parecidos y de un interés en generar un semejante
seguidismo.
Todo ello nos
lleva a una anestesia social, a la desconfianza ante cualquier mensaje o a una aceptación acrítica del mismo si el mensajero es el adecuado, una sociedad acostumbrada a ello y
desestructurada en la medida en que va perdiendo el armazón necesario para
soportarla. Este es el precio a pagar de todo esto, no solo el de las personas
que han llevado a esta situación sino también el de las estructuras que las han
acogido.
Magnífica reflexión en voz alta. Ni un pero...
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