Vivimos en una sociedad hipócrita
empeñada en coger con pinzas todo aquello que puede manchar, que puede doler,
que exige cambios e iniciativas. La sociedad de lo políticamente correcto que
se ha enseñoreado del lenguaje. No es gratuito este enseñoramiento disfrazado
de paternalismo, tras la apariencia del cuidado y del respeto solo pretende
mantener la realidad tal cual, eso sí, con un ficticio lavado de conciencia.
Soy un discapacitado, claro que
sí. No quiero decir con ello que no tenga capacidades, claro que no. No quiero
decir con ello que no sea capaz de desarrollar otras capacidades más allá de
las perdidas y que quizás, de otra manera, no hubiera desarrollado igual, claro
que no. Pero es obvio lo perdido, es inútil pretender mirar hacia otro lado,
cerrar los ojos. Es patente lo que ya no volveré a hacer, evidente el
retroceso, lo que la vida me ha privado y tuve, las limitaciones que me va
imponiendo. A qué pretendo jugar si lo negara, si participara cual castrati de
esta ópera bufa, simulando que no pasa nada, que lo que se pierde por un sitio
se recupera por otro. No es así, lo perdido perdido está y se echa de menos, se
echa mucho de menos. Cuestión aparte es qué hago yo con mi vida, como manejo el
timón, que recursos desarrollo. Pero esto es cosa mía, poco importa más allá de
mi ámbito privado, poco valor, más allá de eso, puede tener aunque lo tenga.
Poco me importa el término que me
otorguen. Soy un discapacitado, he perdido capacidades, claro que sí. Soy un
minusválido, no me puedo valer por mi mismo de igual manera que ayer, claro que
sí. Me encuentro hecho un cascajo aunque mi cabeza intente llegar cada vez un
poco más lejos; un pequeña (o gran) ruina, aunque la vida dibuje monumentos en
el vertedero. No me afectan las palabras, sí me afecta la tibieza, ese andar de
puntillas en torno al dolor. Llamemos a las cosas por su nombre. No agreden las
palabras, agrede la actitud aunque se envuelva en papel de celofán. El problema
no es cómo lo llamamos, el problema es qué hacemos con ello, qué hace la
sociedad con ello, qué hacen sus gestores. El encubrimiento lingüístico no es
una cuestión de pudor, no es solo un tabú, es un problema político. La
diversidad funcional no dice nada salvo una obviedad y esta sí puede llegar a
ser insultante pues puede esconder el factor político del asunto: la
compensación. La diversidad es una categoría fundamental de toda sociedad pero
se encuentra en todos los frentes y en todos ellos ha de tenerse en cuenta si
aspiramos a una sociedad justa; el de la movilidad no tiene por qué ser el
primero. No se trata solo de diversidad, se trata también de que las
situaciones de partida son desiguales y por tanto los alcances también lo
serán. Hay realidades con difícil solución pero no es el caso de la mayoría de
ellas, falta la disposición para tenerlas en cuenta y compensarlas.
Llámenme tullido, lisiado,
impedido, pero preocúpense de aplicar las leyes, de establecer políticas
compensatorias, de tener en cuenta las normas de accesibilidad, de facilitar la
integración real de niños y de adultos y no teman tanto ofender mi sensibilidad
con sus palabras.
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