El otro día
asistí un concierto. Disfruté como un niño. Fue un episodio llegar a mi butaca,
la primera de todas, pegadita a mi silla de ruedas, fue otro episodio levantarme de ella, pero, ¿quién pudo evitar que disfrutara
entre medias? Anoche la música vino a mí, me envolvió en una espiral absorbente que me hizo nota y verso dilatando mi pecho.
¿Qué me impide
deleitarme de ese momento, que la música recorra mi cuerpo despertando
emociones?
¿Qué leer un
libro embebido en él, ir vertiendo sus palabras en mi mente para despertar
sensaciones dormidas, sueños, remembranzas, que las palabras vengan a llamar a
mi puerta para hacerse un hueco en mi pensamiento.?
¿Qué degustar
el placer gozoso de los sabores repiqueteando en mi paladar?
¿Qué
experimentar el consuelo de que ella me alcance los pedazos de mí que se van
desprendiendo?
¿Qué
estremecerme con el roce de sus dedos recorriendo mi cuerpo, siguiendo la
llamada que mi deseo invoca?
Qué percibir
la dulce emoción de la paternidad, la paradójica sensación de sentirse crecer
en otro ser a la vez que me siento menguar, la hercúlea fragilidad que me hace
humano más allá de mi persona?
¿Qué notar el
triunfo menudo pero inextinguible de una mirada, cabalgando sobre una sonrisa,
penetrando en mi interior?
¿Qué sentirme
arropado por los abrazos con los que
la amistad cubre mis miedos?
¿Qué
deleitarme en la incalificable impresión de sentirme querido e ir recorriendo
las huellas que esas personas han dejado en mí?
¿Qué impide
que mi pensamiento vaya más allá de las ordenanzas que lo adormecen?
¿Qué saberme
parte de la vida al sentir el calor del sol esculpiendo mi rostro o el del aire
de la mañana dibujando mi figura?
¿Qué seguir
siendo el señor todopoderoso de la nimiedad que da sentido a mi tiempo y
configura mi espacio?
El mañana se
presiente negro, ¿qué me impide instalarme en el hoy? El hoy siempre distinto,
siempre moldeable. Todo día es un hoy, yo soy su Señor.
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