En el Concilio de Trento la Iglesia Católica establece la fórmula mediante la cual los sacramentos
confieren la gracia independientemente del estado de la persona que los recibe
o de los méritos del sacerdote que los administra. A través de ellos es Cristo
quien actúa por medio de la Iglesia
A pesar de la
definición que de magia hace la RAE, “arte, técnica o ciencia oculta con que se
pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la
intervención de espíritus o genios, fenómenos extraordinarios, contrarios a las
leyes naturales”, la Iglesia insiste que esa actuación no se trata de ella (es
obvio entonces que la Real Academia de la Lengua ya se encuentra desde hace
años pervertida por una fuerte corriente laicista que pretende desautorizar
dogmas entremezclando conceptos) sino que no puede ser de otra manera ya que
fueron instituidos por Jesucristo para comunicar la gracia.
Eso sí, Cristo
siempre actúa por medio de la Iglesia y
siempre que los sacramentos se administren y reciban de una manera válida, es
decir, de la manera en como la misma Iglesia exige. Esa gracia no puede ser
impartida por otros ni de una manera que esos otros establezcan. Aunque pudiera
parecer lo contrario, según ella, no nos encontramos con un Dios preso en manos
de la Iglesia a la que él hubiera transferido su poder y ya no pudiera
recuperarlo. Un Dios omnipotente que paradójicamente sólo puede a través de
ella.
Puede producir
cierta gracia este “esto funciona porque lo hago yo y punto”. La pregunta a plantearse
es si esta validez de lo que se hace y dice y la consiguiente necesidad de
defenderlo en todo momento a capa y espada queda limitada a la institución
eclesiástica o se pone en práctica también por el resto de instituciones del
espectro político y social. Es evidente que sí. No recuerdo a ninguna de ellas
habiendo rectificado su error o habiendo pedido perdón por alguna de sus
actuaciones. Parece que necesitamos
la seguridad de encontrarnos en la verdad y nos encontramos en ella porque
estamos en el lugar adecuado, y viceversa, necesitamos la seguridad de
encontrarnos en el lugar adecuado y nos encontramos en él porque poseemos la
verdad. Y ese estar en el lugar adecuado y poseer la verdad no tiene nada que
ver con nuestro estilo de vida. Aunque ese estilo de vida sea altamente
denostable ese seguirá siendo el lugar adecuado y su verdad seguirá siendo la
verdad.
La cuestión es si esa seguridad facilita o
dificulta el pensar. La seguridad vuelve acomodaticia la facultad de pensar,
para ella es necesaria cierta desprotección. La certeza la convierte en inútil,
para ella es necesario cierto nivel de duda. El poderoso defiende su estatus y
lo hace ante todo lo que lo cuestione, la debilidad aviva la inteligencia para
salir de ella. El establo estimula los balidos a coro aunque estos balidos
tengan vocabulario de rebeldía.
Una segunda pregunta es si esto forma parte de las
condiciones para la socialización o hay algo más en ello. Yo creo que hay algo
más en ello. No se trata solo de la confianza de formar parte del rebaño
adecuado sino también de la autoestima basada en que en nosotros no cabe el
error. ¿Y qué perdemos por ello? ¿Por qué nos cuesta tanto pedir perdón y
admitir que somos falibles? Esto puede ser relativamente comprensible en los
años de la juventud en los que uno parece necesitar cargarse de ego para
hacerse con un lugar en la vida, pero, ¿ha de ser así en la segunda mitad de
esa vida? Pienso, como Salvador Paniker, que lo que procede en esta segunda
parte es irse deshaciendo de ese ego, ser capaz de transcederlo y de vivir sin
identificarse en exclusiva con él. Desde esta perspectiva lo que hago o digo no
ha de ser certero por el mero hecho de que lo haga o diga yo. Me siento cansado
de tanta seguridad. Paradójicamente me hace sentirme más inseguro vivir en un
mundo así y rodeado de gente de esa manera. Más inseguro y hastiado, aburrido
de esa reiteración. Creo que la sabiduría que podamos alcanzar se encuentra si
estamos abiertos al disenso y al aprendizaje en la diferencia. No me valen las
personas egocéntricas como tampoco aquellas que parecen desprenderse de ese ego
para transferirlo a la institución en la que se encuentran, pretender ser nadie
para hacerla todo a esa institución es ningunearse patéticamente. Menos aún me
valen las personas que se empeñan en que la institución se identifique con su
ego, ellos (sí, casi siempre varones) son la institución, ésta no es posible
sin ellos. Aunque no sea admitido ellos se sienten el fin del medio, la
institución. Ni siquiera uno mismo tiene sentido como fin, sí es el fin de uno
llegar a sentirse medio, siempre útil, siempre capaz, pero siempre falible.
La eficacia de la acción de uno así como de
cualquier institución será una
eficacia ex opere operantis, o sea, en virtud de la actividad del sujeto que la
realiza o la recibe, de acuerdo con la realidad y las circunstancias que la componen; no por el hecho mismo de realizarla uno objetivamente y
de acuerdo con lo establecido (ex opere operato). Es en una realidad humana, no
divina (lo será, por muy ateo que se diga, si el artificio de uno lo convierte
en fin) en la que uno se encuentra realmente cómodo y capaz de intervenir en
ella.
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