Hay momentos en los que la vida se ve
zarandeada por golpes terribles que irremediablemente la transforman y en los que, al
menos en un principio, el miedo preside tus días. La transformación, en estos
casos, supone pérdidas, certeras o probables, pero siempre está marcada por la
incertidumbre. ¿Cómo será mi vida de ahora en adelante? ¿Cómo será la vida de
los míos? ¿Qué será de mis sueños?
El sueño se proyecta hacia el futuro,
quede lo que quede del futuro anterior, aunque solo aparenten ser los restos de
un naufragio. Las perspectivas del futuro pueden cambiar, de hecho siempre van
cambiando con el paso de los días y con ese cambio lo hacen también los sueños.
Parecemos ir pasando de la edad inicial de los sueños a las edades finales de
los recuerdos, lo hacemos con el paso de los años y también con la llegada de
una realidad frustrante, la vida y el crecimiento supone el encuentro con la
frustración, con los límites y con el dolor. En mi caso, ahora, con la
esclerosis múltiple y las pérdidas que me acarrea, no es poco, en otros casos
suponen otras perdidas igualmente o en mayor medida dolorosas, desgajadas
violentamente de nuestra zona de confort. Y, sin embargo, sueño, a pesar de todo
sueño, inevitablemente sueño, afortunadamente sueño.
Cambia la materia de la que están hechos
los sueños, de los estrictamente gozosos de la infancia, hechos de irrealidad,
puro deseo y juego sin calibrar, a los de la madurez, marcados por el pasado,
¿qué es el pasado sino la realidad hecha presencia? La presencia de los límites
y del dolor, el aprendizaje frustrante de los mismos. Y, sin embargo, sueño, a
pesar de todo sueño, inevitablemente sueño, afortunadamente sueño.
Soñar es amar, pasar de esos sueños
infantiles a los de la madurez y senectud. Del carácter épico de los primeros a
la naturaleza mínima de los otros. Mínima, aún así puede ser preciosa. En los
primeros no hay nada que perder y nada que se encuentre en riesgo perder, en
los segundos ya se ha perdido. La condición para poder seguir soñando es no
quedar anclado en el pasado, no amar lo ya perdido, sino amar lo que todavía
tenemos y que podemos correr el riesgo de perder. Amar lo perdido no es sueño
sino simple añoranza, pesadumbre, permanente mirada hacia atrás y no hacia
delante. Aceptar que la vida ha cambiado y con ella la materia de la que se
encuentran hechos nuestros sueños; de la fantasía, que no se puede perder
porque no se tiene, a la vida, con lo ya perdido porque se ha tenido.
Y a pesar de todo sueño, todavía, sueños
hechos de infancia a través de ellos; ellos son el objeto de esos sueños;
construyo posibles realidades que puedo no ver y no por ello será un fracaso.
No los elaboro para llegar a verlos, los elaboro para que sean. Son mis sueños
pero son sus realidades. No los sueño para, necesariamente, llegar a
disfrutarlos, sino para disfrutar la tarea de hacerlos posible. Construyo
castillos que solo temo hacerlos en el aire. No temo que no lleguen a
cumplirse, temo estar, de hecho, socavando sus cimientos. Pero esos y el resto
de mis sueños están cargados de madurez y senectud. La vida me ha llenado de
matices y me ha enseñado sus límites, que lo que se alcanza rápidamente puede
perderse con igual celeridad; me ha enseñado la fragilidad con la que estamos
hechos y no por ello imposibilitados para la felicidad; que el sueño de hacernos
cambia de formas pero no tiene fin y que resulta gozoso no en la manera en como
lo imagino sino en la forma en como lo voy haciendo y me veo siendo con él.
Siendo para terminar no siendo.
Sueños hechos de pasado y de futuro. Es
mucho más lo que va quedando atrás, no solo por el transcurrir del tiempo, sino
también por el peso de las pérdidas que, inevitablemente, cercenan
posibilidades. Construidos sobre el pasado no para enfangar sus trazos sino
para aportarles la única sabiduría que puedo poseer, la que la vida me haya ido
dando; no para encementar sus pies, sino para proyectarlo hacia el mañana, el
mañana del paso a paso, del día a día, el mañana del presente, del hoy que
siempre está por venir, hasta que ya no llega porque habremos cedido el
testigo.
Sueños hechos de tristeza y alegría, de
las lágrimas que nos ha traído el quebranto y de las sonrisas que hemos
arrancado de entre sus resquicios, de la merma que nos ha supuesto el deterioro
y de la sensibilidad que con él nos ha dulcificado la mirada, de los sollozos
que lo acompañan y de la necesidad de reír que surge de él.
Sueños hechos de dolor y de placer, el
tormento del resquebrajamiento que has sufrido, de la parte de ti que te ha
sido extirpada; sueños que duelen cargados de ausencia, lo que no tendrás, lo
que no serás, lo que no estará junto a ti inevitablemente presente, sueños rasantes;
y en ese vuelo la posibilidad de ganarse una caricia, una sonrisa, un beso. El
lento placer de una conversación que se introduce en los entresijos de tu ser
para dejarlos al descubierto; el lento placer de una lágrima, de la cálida
emoción que puede llevar; el tórrido deleite de lo prohibido a lo que no
renunciarás aún sabiendo que solo será eso, un sueño.
Sueños construidos de la vida misma, de
sus heridas y cicatrices, del connatural deseo que nos acompañará siempre, de
la ilusión con la que construiremos pequeños refugios donde descansar, y, en
algún momento, el anhelo de dormir; sueños hechos de muerte, ¿por qué no?, el
sueño de morir, de cerrar los ojos y decir adiós, un adiós tranquilo y, en
cierto modo, satisfecho, una despedida feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario