Estoy enfermo de esclerosis múltiple desde hace diez años, en ese tiempo me he ido convirtiendo en una persona, en gran medida, dependiente. He perdido capacidad para andar, he perdido memoria, sensibilidad en las manos, que se han vuelto muy torpes, la fatiga me inunda al más mínimo esfuerzo y otras muchas servidumbres en las que el cuerpo me ha ido diciendo basta. Esa es mi situación, pero es claro que ello, por sí mismo, no me ha vuelto ni más bueno, ni más inteligente, no me ha dado la certidumbre de que no erraré en mis decisiones, no me ha otorgado la razón para sentirme eternamente enojado con todo y con todos. La desgracia no es una patente de corso para justificar todos los desmanes que podamos hacer. La adversidad es un acontecimiento ante el que podemos responder de maneras muy diferentes, ante el que podemos crecer, madurar, aumentar nuestra sensibilidad, desarrollar nuestra inteligencia, o ante el que podemos degradarnos, mirar la vida y a los demás con desprecio, perder la razón, caer en el continuo victimismo, aquel que creemos que nos otorga, sin más, derechos ante los demás.
Viene lo anterior a cuento de la presencia pública en nuestra sociedad de colectivos de víctimas, gustosos de cargar con un saco de agravios cada vez más lleno, coleccionistas de afrentas, esmerados ejercitadores del rencor, azotes necesitados de traidores y enemigos. El afectado por la adversidad no se vuelve bueno ni listo. El afectado de la violencia no se vuelve por ello ni santo ni héroe, no adquiere el derecho de última instancia en la toma de decisiones. La adversidad es una desgracia en si misma y toda sociedad éticamente regulada ha de cuidar de cualquier persona afectada por la misma, de su reconocimiento y superación de la situación, pero no puede encontrarse supeditada a la satisfacción de sus obsesiones y rencores, temerosa de sus despropósitos, exigentes de una venganza que nunca se dará por satisfecha.
Es, ciertamente, comprensible el ejercicio de esta desmesura por estas personas, la exigencia de unas medidas que un estado de derecho no puede satisfacer por satisfacerlas, es comprensible su enojo, su alboroto, es, sin embargo, obsceno el eco interesado que estos comportamientos tienen en una parte muy significativa de nuestro espectro político y mediático. Se alientan las vísceras no la razón, se estimula la respuesta rabiosa no la sopesada y mesurada, se fomenta el permanente estado de ira y locura no el de la calma y la misericordia, se alimenta el odio. Los llamados católicos exigen sin matiz alguno el ojo por ojo, los escandalizados utilizan la mentira sin pudor, de la destrucción desean su rentabilidad, prefieren antes el beneficio que la paz. Es duro, pero la historia nunca deberá estar en manos de las víctimas y, por supuesto, menos, en las de los verdugos. El equilibrio complejo, difícil, doloroso a menudo, de la gestión política ha de moverse en esa tensa cuerda de las éticas de la responsabilidad y de la convicción. No se trata de frialdad sino de saber por experiencia histórica que el bien personal y social nunca tiene el color de la victoria a sangre y fuego, sino el de los complejos laberintos en los que se mueve la vida y en los que el perdón, el olvido, la misericordia y la cordura establecen todo tipo de cautelas y matices. Hablar de perdón y de olvido no es hacerlo de una imposible amnesia ni de un ejercicio de hipocresía, sí lo es de incorporar a la vida la conciencia de que esta, ni la de la sociedad ni la de uno, puede ser rehén del rencor y de la venganza y de que entre el blanco y el negro existe un infinito abanico de colores. En esa búsqueda del bien no tienen lugar los profetas de catástrofes permanentemente empeñados en que existan para poder ejercer de salvadores y utilizando hoy el dolor y la locura de las víctimas para su propia rentabilidad y su abandono posterior cuando dejen de ser útiles y se vuelvan incómodas.
El circo siempre exigió carnaza para las fieras.
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