
He citado con frecuencia las
palabras de Ramón Sampedro que hablan de que aprendía a llorar riendo.
Palabras, cómo no, que también han tenido que hacerse presentes en mí. Sin
embargo, uno puede vivir en ocasiones la experiencia inversa, reír llorando, en
muchas de esas ocasiones pura felicidad. Derramar esa felicidad en forma de
lágrimas o irse licuando sin poder contenerse en puro gozo, hay pocas
experiencias tan maravillosas como ese reír llorando, pura emoción unas veces
generada por empatía hacia una persona querida y otras veces en las que uno se
basta por sí solo para ese llanto. Cuando uno es padre sus hijos ya forman,
para siempre, parte de él; sin ellos no está completo. Es por ello que se puede
comprender, de alguna manera, la experiencia explosiva, casi inenarrable,
profundamente alegre, de ver, cuando menos lo esperas, aparecer de golpe a un
hijo que tiene que saltar el charco para llegar hasta ti y al que hace tiempo
no podías abrazar ni besar, es en ese momento cuando vuelves a ser un niño pura
emoción y rompes a llorar y no puedes parar; el mundo a tu alrededor deja de
existir y sólo eres tú y tu llanto, tu
risa es ahora llanto, tan liberador. Surge desde tu pequeñez, desde ese nada
que te puedes creer, desde tu minúsculo ser surge la enorme alegría, mayor
cuanto menor te has creído. Eso es felicidad sin más, sin edulcorante alguno,
sin rastro de tristeza, únicamente felicidad.