
“¡Alá es grande!” exclama repleto
de testosterona el guerrero antes de utilizar a quemarropa el
Kaláshnikov o de
inmolarse con un cinturón de explosivos creyendo que ese gran Alá le protege o
le reserva una eterna dicha en el paraíso. Da igual el sustantivo que le
apliquemos, ya sea
Alá,
Dios o
Yahveh, da igual el nombre siempre que esté
sustentado por alguna religión, en todo caso estará configurado por el
antropomorfismo: la imagen de un ser humano anciano, venerable, algún atributo
que le mantenga unido inevitablemente a esa imagen, grande, omnipotente,
omnisciente, bueno, creador… Seguramente es inevitable anclar nuestro
pensamiento en algún atributo o imagen que nos permita dar forma a esa
abstracción, siempre es mucho más sencillo un pensamiento concreto que uno
abstracto, descender del segundo al primero en la medida en que para hablar de
ello sólo podemos utilizar nuestro lenguaje, aquel que hemos ideado y que sólo
puede hacer referencia a nuestros objetos, nuestras experiencias o nuestra
realidad. Un pensamiento abstracto que para ser expresado necesita un lenguaje
que podamos conectar con algún aspecto de nuestra realidad, un lenguaje
completamente abstracto no nos expresa nada y para nada nos sirve pues es
completamente ininteligible. Algo completamente ininteligible para nosotros
como puede ser el concepto Dios sólo podemos expresarlo mediante términos
lingüísticos inteligibles, el problema es que en ese salto nos podemos quedar
en la limitación del significante. La relación entre el
significante (la
palabra Dios) y el
significado (el concepto) es completamente arbitraria, para
otorgarle sentido es necesario definir ese concepto, algo que solo podemos
hacer mediante la utilización de otros significantes que nos ayuden a concretar
cada vez más esa abstracción a la que llamamos Dios para poderla entender. El
problema es que un concepto supuestamente infinito, sin un
referente concreto,
queda atrapado en los límites de los significantes que lo definen. Esta
limitación funciona del mismo modo tanto en un creyente como en un ateo, en la
afirmación y en la negación se afirma y se niega el mismo significado, ni en un
caso ni en otro se plantea la posibilidad de variar los significantes que lo
definen, incluso la negación es tajante sin dar la oportunidad de mantener un
significante variando su significado, es por ello que una discusión manteniendo
ese significante pero variando el significado se hace completamente imposible
ya que esta posibilidad es inconcebible, verdadero problema para aquel que sin
afirmar y sin negar el término cuestiona los significantes que lo definen y se
encuentra interesado en reflexionar sobre él.
Lo problemático es que las
características del concepto lo convierten en algo auténticamente acomodaticio
incluso dentro del conflicto. Dios nos determina qué es lo que hay que hacer pues lo dicta, nos otorga la
seguridad de una vida sin preguntas pues ya nos ha dado las respuestas, nos
encauza en una vida de sumisión no ya ante la palabra de Dios sino ante la de
quien habla en su nombre pues es este y no nosotros quien está autorizado a
interpretarla. Su poder nos da autoridad, su conocimiento nos da certeza, su
incuestionable justicia y bondad nos otorga una moral cuya validez no radica en
a quien beneficia (el hombre, la vida) sino en donde está su origen (Dios y lo
sobrenatural) de tal manera que no importa las vidas que se sacrifiquen si es
en cumplimiento de la palabra de Dios o de Alá, incluso la propia vida pues
este acto siempre será recompensado.
Juguemos a creer que pensamos y
qué aquello que pensamos se ajusta a la realidad como si hablar de realidad no
fuese un disparate en este caso, como si hablar de Dios fuera posible sin estar
convencido de que uno está equivocado. El error es inevitable y aún así uno se
empeña en transitar por él como si por definición no nos sobrepasara y todo
aquello que creemos a nuestro alcance es por ello un sinsentido, simplemente
decir que Dios existe es un contrasentido porque es encerrar entre las cuatro
paredes que permiten nuestra comprensión aquello que es imposible llegar a
comprender en la medida en que es un horizonte absolutamente inalcanzable
porque al pretender que hemos llegado siempre nos
está abriendo uno nuevo. Pero aún así, aceptemos la necesidad de Dios,
de un absoluto que nos genera sentido, de un fin que nos hace caminar y por
dónde caminar, de aquello que establece conexiones entre cada punto de nuestra
realidad, de aquello que da lo mismo como lo llamemos y que da lo mismo si lo
afirmamos o lo negamos en la medida en que aquello que podemos afirmar de hecho
por ese mismo motivo sólo podemos negarlo y aquello que si está a nuestro
alcance negarlo por eso mismo se abre una posibilidad de afirmación. Es la
necesidad que tenemos dentro de nosotros de algo que nos desborda, aceptemos
qué lo que estamos definiendo no es a ese Dios sino nuestra necesidad de ello,
que nos estamos definiendo a nosotros mismos.
Pero arriesguémonos,
pensemos en un Dios que nos necesita a nosotros, que depende de nosotros, que
se encuentra en nuestras manos ayudarle o abandonarle; un Dios mudo que nada
nos dice y que es al contemplarlo cuando surge en nosotros la pregunta de qué
hacer; un Dios que nos ignora, que puede desconocer incluso nuestra existencia,
ante el que nos encontramos en completa libertad, una libertad que nos incomoda
y ante la que la única certeza es el error y con la que no nos podemos escudar
en nada, nosotros somos los responsables de todo lo que hacemos. Un Dios que
está ahí, en silencio, en quietud, que nos rodea y nos incluye y ante el que
podemos sentirnos su señor. Un dios cuya mayúscula es la constatación de esa
continua minúscula. Es dios, dios, dios, dios en todo aquello que existe; en
aquello solo y en todo a la vez. Un Dios al que da lo mismo como nombrarlo, que
es nuestro inicio y nuestro final, nuestro exterior y nuestro
interior, al que no necesitamos para vivir y que siempre está en nosotros
alimentándonos.
¡Alá es grande! ¡Dios es grande!
¡Yahveh es grande! Es esa barbaridad que cometes en nombre de una grandeza que
pretendes te exima del pecado de lo que haces la que te vuelve nadie, ridículo,
patético, monstruoso, loco. Eres tú el qué serás grande o pequeño en función de
lo que hagas, de cómo cuides a ese Dios que te rodea y te necesita y que no es
nadie sin ti.